martes, 28 de febrero de 2012

PARA TODA LA FAMILIA


Para toda la familia, Andrés Álamo Cienfuegos
           A mi padre le había dado desde hace poco un emperramiento. Tenía el capricho de irse a Francia a vivir de no sé qué trabajo que había allí. Había surgido durante una cena con unos amigos que venían de Francia a visitarnos. Delirios de cincuentón y del cava bueno, Pretendía llevarme consigo. Era parte de ese plan descabellado. Días insistiéndome. Mi padre reveló el proyecto a la familia, en un intento por reforzar la presión que ejercía sobre mi desde hace días.
            Estábamos en plena merienda de reyes. La familia se cernía sobre una mesa con dos roscones con nata. Hacía calor, mucho calor. El chocolate caliente se mezclaba con la calefacción y había el típico ambiente provocado por la fricción de niños sobre la alfombra.
             Al oír la noticia, todo el clan de Sanchos Panza en torno a la mesa, bramó. Todos menos yo. Sabía lo que venía ahora: mi padre decía el sueldo en voz alta.
-        Siete mil euros- dijo.
Toda la familia se fundió en un sonoro- ¡Coño!-
-        ¿Y a qué esperas para irte? Dijo mi tía Angelines
-      Pues... -  dijo mi padre-  a que el chico se decida.
              Todos se volvieron ceñudos hacia mí. Abrió la veda una mujer a la que no conocía de nada, que de hecho creo que no pertenecía a la familia. La única conclusión que había sacado de ella era que era más bien rústica. Chillaba con la voz y el timbre de los programas del corazón.
          -   ¡Una oportunidad así no se te va a volver a presentar en la vida!
          El público de aquel singular circo romano rugió a su favor. No me dio tiempo a replicar. Entro  en escena mi tío Ramón, un hombre de talle corto. Con nada más verle te imaginabas que clase de persona era. Ese tipo al que jamás se ha visto hablar de ideas, buen amigo de la cerveza que acostumbraba a demostrar el amor por sus allegados ofendiéndoles,  como buen manchego. Me miró, sonrió y dijo:
            -   Mira, chavalín, ¡a ti lo que te pasa ejque eres un cagaó! –me decía con una sonrisa en la boca- además ¿ tu sabes lo bien que se come allí?
                Como se encontraba al lado mío, me propinó un sonoro collejón y todo el mundo se rió mientras la ira me invadía. Acto seguido comenzó una hipotética historia sobre una obscena comilona en Francia. Con detalles muy gráficos. La familia reía, sin recato alguno, pues a sus ojos, cuanto más explicito era Ramón, más gracioso se volvía.
                  Miré a mi prima en busca de socorro. Pero me devolvió una mirada de impotencia. Lo peor estaba por venir. Se aproximaba, entre amplios bamboleos mi tía Remedios, una mujer de doscientos diez kilos y metro cincuenta de altura, de pelo rojo y corto. Se sentó en mi mismo taburete , rebosándolo por todos los lados. Y a mí también. Me posó una mano en la pierna y la acarició. Luego susurró voz en grito:
-     Ejcuchame: y no sabes tú bien lo que se folla allí.
El sudor me invadió. El labio inferior me temblaría de no tenerlo tan tenso. Pensé en explotar. Pero no. Eso es lo que querían que pasase. Más valía ser paciente. Callar y que pensaran que era un idiota. Más valía que no les siguiera la corriente. ¡Putas navidades! Es todo culpa suya.






jueves, 16 de febrero de 2012

¡MALDITAS NAVIDADES! De la cosecha del taller juvenil

Malditas Navidades, por Alejandro Millán
Llegamos a casa de los abuelos esperando que esta vez la visita sea distinta a todos los años. la familia mira con cara de resignación. Las mujeres discuten cómo hacer el cordero, mientras que los hombres intentan hablar de temas banales. El primo mayor ya se ha ido y los pequeños juegan con los coches. Comemos. Pilar, la tía que no se ha casado y que vive con los abuelos, para que alguien le haga caso, empieza a geritar cuando el tío Miguel se come una anchoa que ella consideraba suya. Los pequeños se niegan a comer. En la sobremesa, el tío Miguel, dueño de la multinacional, nos vuelve a llorar que la empresa va a quebrafr de un momento a otro, mientras que el abuelo repite sus aventuras de joven. la abuela anuncia lo que va a haber para comer al día siguiente. Pilar dice que llegará tarde, que la esperemos, que sale con sus amigas y no sabe cuándo volv erá. Nadie dice nada. Al día siguiente se reparten los regalos: un libro, una corbata o una pulsera de poco valor. Los pequeños se ilusiones con su Spiderman nuevo y van jugando y molestando por toda la casa. Comemos pasadas las cinco, cuando llega la tía. No se habla, pero todos la miran. Después de comer nos vamos, para volver al año siguiente, esperando que esta vez la visita sea distinta a todos los años.

MALDITAS NAVIDADES (de la cosecha del taller juvenil)

 Inés Herrero: ¡Malditas Navidades!
...Brama el tío Eusebio irrumpiendo borracho en el salón. Apenas le miran de reojo, todos conocemos de sobra las escenas navideñas del tío, y se acaba aprendiendo a aparentar indiferencia a los gritos insultantes que lanza por doquier.
   Es desagradable, lo sé, como un vómito repentino que te deja tal sabor a mierda en la boca que necesitas aire durante unos instantes. Una zarza debió de ser en otra vida, agarrando a la gente por el dobladillo de los pantalones para hacerles el camino más desagradable. Y mejor no hablar de esos andares indiferentes, como si él fuera lo único importante en la casa.
   Dos de los tres abuelos que se hallaban sentados en el sofá de cuero de la sala de estar, roncan acompasados con esporádicas ventosidades. La más pequeña de las primas corretea tras el pobre gatito pardo, que intenta esconderse en los rincones de la casa. Mientras, los mayores discutEn sobre temas, desde mi más humilde punto de vista, totalmente incomprensibles.
   Los anfitriones se desesperan con la torpeza altamente destructiva de la tía Petunia que, para desgracia de todos, recaE sobre la vajilla buena. Parece un conejo gordo, atrapado en un horrible mantel de colores chillones. Pero, para compensar, diré que es dulce como cualquier niño de cinco años y tierna como un cachorro. Si te acercas sientes un olor tenue a cereza, en contraposición con sus ruidosas pisadas, que crujen y crujen, como si pisara huevos, vaya. Y yo, mirando por la ventana, no puedo evitar preguntarme: ¿en esta casa también tengo que dejar regalos?

miércoles, 8 de febrero de 2012

Soneto en homenaje a Raymond Queneau: del libro cien mil millones de poemas. (Editorial Demipage)

ALMA DESESPERADA, por Marina López Gómez.

Aquí me he resignado, aquí doblo la frente.
Cuando el temblor se inicia y demanda obediencia
ni siquiera la nieve que doblega y sentencia,
ni el atroz día mudo que alarga un huso ausente.

Pues ella enfrenta al sol miradas de serpiente
que le extraigan al mar pateras y decencia.
Al muro encaramada, bella hasta en la demencia
el incendio final que da nombre a occidente.

Sin alma, a ser posible, que es lo perecedero,
la noche es un ritual detrás de la cortina,
y la lágrima perdida, dentro de un aguacero.

En el alma se estanca el rumor de la ruina,
tendré que resignarme al pan de este aguacero
en mi peor momento, en mi mayor espina.

Sonetos basados en el libro homenaje a Raymond Queneau: Cien mil millones de poemas.

MUERTE DE ENERO, por Sara Gancedo

El tarro nunca abierto de una letal esencia,
tu deseo no sale del estado latente
cuando pone en la piel su lengua de serpiente,
al muro encaramado, bella bestia es la demencia.

Cuando el temblor se inicia y demanda obediencia
la guadaña le alarga su figura esplendente,
de un saxo va saliendo su muerte suavemente,
se desquicia la música, porque no tiene herencia.

La alusión a la fiebre, con más fiebre termina,
la sangre se detiene, como fugaz bobina
y la lágrima perdida dentro de un aguacero.

Hay música de lobo en las calles de enero.
La lluvia horada en mí, me envuelve la neblina.
No recuerdo tu nombre ni te dije te quiero.

Recordando a Charles Dickens

Confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II  Charles Dickens
Tenía el grado de teniente en el ejército de Su Majestad y serví en el extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi esposa. Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez, tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la muerte.
Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.
Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo adicional entre nosotros, tal como lo considerarían algunos, en realidad sirvió sólo para apartarnos más. Su esposa me conocía bien. Nunca, estando ella presente, mostré mis celos o rencores secretos, pero aquella mujer los conocía tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos, levanté mi vista sin encontrar la suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte sin tener la sensación de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable cuando disputábamos, y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el extranjero, me enteré de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era como si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que ha sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me obsesionaba; su mirada fija vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño oscuro, haciendo que se enfríe mi sangre.
Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un niño. Cuando mi hermano supo que había perdido toda esperanza de recuperación en su propia enfermedad, llamó a mi esposa junto a su lecho y confió el huérfano a su protección, un niño de cuatro años. Legó al niño todas las propiedades que tenía y escribió en el testamento que, en caso de que muriera su hijo, las propiedades pasaran a mi esposa como único reconocimiento que podía hacerle de sus cuidados y amor. Cambió conmigo unas cuantas palabras fraternales, deplorando nuestra prolongada separación y, hallándose agotado, se hundió en un sueño del que nunca despertó.
Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas había existido un afecto profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de una madre para aquel muchacho, lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido. El niño estaba muy unido a ella, pero era la imagen de su madre tanto en el rostro como en el espíritu, y desconfió siempre de mí.
No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera vez aquella sensación, pero sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto cuando estaba junto a aquel niño. Siempre que salía de mis melancólicos pensamientos, lo encontraba mirándome con fijeza, pero no con esa simple curiosidad infantil, sino con algo que contenía el propósito y el significado que con tanta frecuencia había observado yo en su madre. No se trataba de un resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con ella en los rasgos y la expresión. Jamás lo sorprendí con la mirada baja. Me tenía miedo, pero al mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque retrocediera ante mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas, aproximándose a la puerta seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes.
Es posible que me esté ocultando a mí mismo la verdad, pero no creo que cuando comenzó todo aquello hubiera pensado yo en hacerle mal alguno. Quizá considerara lo bien que nos vendría su herencia, y hasta puede que deseara su muerte, pero creo que jamás pensé en lograrla por mis propios medios. La idea no me llegó de repente, sino poco a poco, presentándose al principio con una forma difusa, como a gran distancia, de la misma manera que los hombres pueden pensar en un terremoto, o en el último día de su vida, que luego se va acercando más y más, perdiendo con ello parte de su horror e improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho.
Mientras todo aquello sucedía en mi interior, no podía soportar que el niño me viera mientras yo lo miraba, pero una fascinación me arrastraba a contemplar su cuerpo ligero y frágil pensando en lo fácil que me resultaría hacerlo. A veces me deslizaba escaleras arriba y lo observaba mientras dormía, pero lo más habitual era que rondara por el jardín cerca de la ventana de la habitación en la que se hallaba inclinado realizando sus tareas, y allí, mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de mi esposa, yo lo miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido provocado por una hoja, pero volviendo a mirar de nuevo.
Muy próxima a nuestra casa, pero lejos de nuestra vista, y también de nuestro oído en cuanto el viento se agitara mínimamente, había una extensión profunda de agua. Empleé varios días en dar forma con mi navaja a un tosco modelo de bote, que por fin terminé y dejé donde el niño pudiera encontrarlo. Me oculté entonces en un lugar secreto por el que tendría que pasar si se escapaba a solas para hacer navegar el juguetito, y aguardé allí su llegada. No llegó ni ese día ni al siguiente, aunque esperé desde el mediodía hasta la caída de la noche. Estaba convencido de haberlo apresado en mi red, pues lo oí hablar del juguete, y sé que, en su placer infantil, lo guardaba a su lado en la cama. No sentía cansancio ni fatiga, sino que esperaba pacientemente, y al tercer día pasó junto a mí corriendo gozosamente con sus cabellos sedosos al viento y cantando, que Dios se apiade de mí, cantando una alegre balada cuyas palabras apenas podía cecear.
Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que crecían allí y sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua. Estaba ya junto a él, había agachado una rodilla y levantado una mano para empujarlo, cuando vi una sombra en la corriente y me di la vuelta.
El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del niño. El sol salió de detrás de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra, en el agua clara y en las gotas centelleantes de lluvia que había sobre las hojas. Había ojos por todas partes. El inmenso universo completo de luz estaba allí para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo; procedía de una sangre valiente y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni trató de halagarme. No le oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo de vuelta a casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al muerto a mis pies con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en nada diferente del cuerpo que había contemplado mientras dormía... estaba, además, en la misma actitud, con la mejilla apoyada sobre su manecita.
Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que estaba muerto, y lo llevé hasta una espesura. Aquel día mi esposa había salido de casa y no regresaría hasta el día siguiente. La ventana de nuestro dormitorio, el único que había en ese lado de la casa, estaba sólo a escasos metros del suelo, por lo que decidí bajar por ella durante la noche y enterrarlo en el jardín. No pensé que había fracasado en mi propósito, ni que dragarían el agua sin encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora por cuanto yo tenía que dar a entender que el niño se había perdido, o lo habían raptado. Todos mis pensamientos se concentraban en la necesidad absorbente de ocultar lo que había hecho.
No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de hombre capaz de concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño se había perdido, cuando ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me aferraba tembloroso a cada uno de los que se acercaban. Lo enterré aquella noche. Cuando separé los matorrales y miré en la oscura espesura vi sobre el niño asesinado una luciérnaga, que brillaba come el espíritu visible de Dios. Miré a su tumba cuando lo coloqué allí y seguía brillando sobre su pecho: un ojo de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que observaran mi trabajo.
Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia, dándole también la esperanza de que el niño fuera encontrado pronto. Supongo que todo aquello lo hice con apariencia de sinceridad, pues nadie sospechó de mí. Hecho aquello, me senté junto a la ventana del dormitorio el día entero observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto.
Era un trozo de terreno que había cavado para replantarlo con hierba, y que había elegido porque resultaba menos probable que los rastros del azadón llamaran la atención. Los trabajadores que sembraban la hierba debieron pensar que estaba loco. Continuamente les decía que aceleraran el trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos, pisaba la hierba con los pies y les metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea antes de la noche y entonces me consideré relativamente a salvo.
Dormí no como los hombres que despiertan alegres y físicamente recuperados, pero dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en los que era perseguido a visiones de una parcela de hierba, a través de la cual brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego la cabeza. En esos momentos siempre despertaba y me acercaba a la ventana para asegurarme de que aquello no fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así pasé la noche entre sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y teniendo el mismo sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto, pues cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el niño estaba vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese sueño significó el mayor dolor de todos.
Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente, sin apartar nunca la mirada del lugar que, aunque cubierto por la hierba, resultaba tan evidente para mí, en su forma, su tamaño, su profundidad y sus bordes mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por encima creí que podría hundirse. Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna intervención extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por ordinario o poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de vigilancia incesante pasé tres días.
Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había servido conmigo en el extranjero, acompañado por un hermano suyo, oficial, a quien nunca había visto. Sentí que no podría soportar dejar de contemplar la parcela. Era una tarde de verano y le pedí a los criados que sacaran al jardín una mesa y una botella de vino. Me senté entonces, colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la seguridad de que nadie podría turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.
Ellos me desearon que mi esposa se encontrara bien, que no se viera obligada a guardar cama; esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía decirles, con lengua titubeante, acerca del niño? El oficial al que no conocía era un hombre tímido que mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba ¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí idea de que había visto allí algo que le hacía sospechar la verdad. Precipitadamente le pregunté si suponía que... pero me detuve.
-¿Que el niño ha sido asesinado? -contestó mirándome amablemente-. ¡Oh, no! ¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño?
Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad, aunque me recorrió un escalofrío.
Entendiendo equivocadamente mi emoción, ambos se esforzaron por darme ánimos con la esperanza de que con toda seguridad encontrarían niño -¡qué gran alegría significaba eso para mí!- cuando de pronto oímos un aullido bajo y profundo, y saltaron sobre el muro dos enormes perros que, dando botes por el jardín, repitieron los ladridos que ya habíamos oído.
-¡Son sabuesos! -gritaron mis visitantes.
¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi vida hubiera visto un perro de esa raza, supe lo que eran y para qué habían venido. Aferré los codos sobre la silla y ninguno de nosotros habló o se movió.
-Son de pura raza -comentó el hombre al que había conocido en el extranjero-. Sin duda no habían hecho suficiente ejercicio y se han escapado.
Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para contemplar a los perros, que se movían incesantemente con el hocico pegado al suelo, corriendo de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas en círculo, lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención en todo el tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya habíamos oído, y acercando el hocico al suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá. Empezaron de pronto a olisquear la tierra con mayor ansiedad que nunca, y aunque seguían igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que había entre ellos y yo.
Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y lanzaron una vez más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar las patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi aspecto en el rostro de los dos hombres que me acompañaban.
-Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono.
-¡No han olido nada! -grité yo.
-¡Por Dios, apártese! -dijo el conocido mío con gran preocupación-. Si no, van a despedazarle.
-¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré de aquí! -grité yo-. ¿Acaso los perros van a precipitar a los hombres a una muerte vergonzosa? Ataquémosles con hachas, despedacémoslos
-¡Aquí hay algún misterio extraño! -dijo el oficial al que yo no conocía, sacando la espada-. En el nombre del rey Carlos, ayúdame a detener a este hombre.
Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché, mordiéndolos y golpeándolos como un loco. Al poco rato ambos me inmovilizaron, y vi a los coléricos perros abriendo la tierra y lanzándola al aire con las patas como si fuera agua.
¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han encontrado culpable y sentenciado. No tengo valor para anticipar mi destino, o para enfrentarme varonilmente a él. No tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza, ni amigo alguno. Felizmente, mi esposa ha perdido las facultades que le permitirían ser consciente de mi desgracia o de la suya. ¡Estoy solo en este calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré mañana!
FIN
A Confession Found In A Prison In The Time of Charles II

miércoles, 1 de febrero de 2012

Nuevo cuento de Ambrose Bierce

Una conflagración imperfectaAmbrose Bierce
Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi padre podría estar vivo ahora. Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas, curiosamente tallada. No sólo podía tocar gran variedad de temas, sino que también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las mañanas -se le diera cuerda o no- y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja aunque yo sabía muy bien que, en lo que le concernía, el robo había sido llevado a cabo principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas como disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía que sí, y sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: o sea, que la caja cantaría con la luz del día y lo traicionaría si me era posible prolongar la división de bienes hasta esa hora. Todo ocurrió como yo lo deseaba: cuando la luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de las ventanas se vio oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de abajo de la capa del caballero, seguido de algunos compases del aria de Tannhäuser y finalizando con un sonoro clic. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano que habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tomé. El anciano, viendo que ya de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música de entre su capa y la puso sobre la mesa.
-Córtala en dos si así la prefieres -dijo-. He tratado de salvarla de la destrucción.
Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y sentimiento.
Dije:
-No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de nuestra sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros robos un cascabel.
-No -dijo después de reflexionar un momento- no, no podría hacerlo, parecería una confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de mí.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada caja de música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de lágrimas. Una vez hecho, sentí una pizca de desasosiego. No sólo era mi padre -el autor de mis días- sino que sin dudas el cadáver sería descubierto. Era ya pleno día y en cualquier momento mi madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré que lo prudente era suprimirla a ella también, cosa que hice. Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí consejo. Me hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado público. Mi conducta hubiera sido unánimemente condenada y los periódicos la usarían en mi contra si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe comprendió la fuerza de estos razonamientos; él era también un asesino de amplia experiencia. Después de consultar con el Juez que presidía la Corte de Jurisdicción Variable, me aconsejó esconder los cadáveres en uno de los libreros, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí a hacer.
En la biblioteca había un librero que mi padre había comprado recientemente a un inventor chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y el tamaño parecidos a esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no tienen armarios, pero se abría de arriba abajo como un camisón de señora. Tenía puertas de vidrio. Había amortajado a mis padres y ya estaban bastante rígidos como para mantenerse erectos, de modo que los puse en el librero, del que ya había sacado los estantes. Cerré la puerta con llave y pinché unas cortinitas en las puertecitas de vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media docena de veces frente al mueble sin sospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa. A través de los bosques me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las arreglé para encontrarme en el momento en que la excitación causada por el fuego estaba en su punto más alto. Con gritos de aprehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud y llegué con ellos al lugar del incendio, unas dos horas después de haberlo provocado. La ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa estaba completamente consumida, pero en el extremo del lecho de encendidas ascuas, enhiesto e incólume, se veía el librero. El fuego había quemado las cortinas, pero dejó a la vista las puertas de vidrio, a través de las cuales la fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido padre "igualito a cuando vivía", y al lado su compañera de pesares y alegrías. No tenían ni un pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas de sus cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me había visto obligado a infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un milagro. El espanto y el terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse borrado casi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos estadounidenses falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi una réplica exacta de mi librero.
-Lo compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio -me explicó el vendedor-. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto. No creo que sea realmente a prueba de fuego... se lo puedo dar al precio de un librero común.
-No -le dije- si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no lo llevaré.
Y le di los buenos días.
No lo hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente desagradables.
FIN