La
habitación se llena de conversaciones secas. Son murmullos lejanos
indescifrables que retumban en mi cabeza. Distingo varios tonos, no sé de
quién; me hallo a oscuras. Lo único que puedo percibir es la frialdad de las
paredes y el desnudo suelo. No sé cuánto tiempo llevo aquí, solo sé que se me ha olvidado cómo es el sol. Me encuentro solo, ni
siquiera con mis propios pensamientos; las voces los bloquean.
Me acuerdo de cuando acababa de aparecer por aquí, cuando aún tenía la esperanza de que alguien
me rescatase. Estaba confuso, desesperado por librarme de las entrañas de este
sitio. Ya no me molesto en producir alaridos sordos, es inútil. La
noción del tiempo es borrosa; no existe el día y la noche, solo su
ausencia.
Escucho
algo: el forcejeo de una puerta que quiere abrirse. Volteo mi cabeza hacia
el origen del ruido. Una luz me ciega, mas consigo acostumbrarme al resplandor.
Una sombra interrumpe la luz. En cuanto se atenúa el brillo, consigo ver
su rostro. Al principio me resulta ajeno, pero luego lo reconozco: era yo.