jueves, 30 de marzo de 2017

La Reina de la Roca, por SARA AYALA

    Sobre la magnífica roca se erigía ella imponente, Reina de la Roca, que extendía los brazos como si solo viviera para el sol, ese sol que gobernaba en el verano de Italia. Las sombras eran casi inexistentes. Sentada sobre el peñasco, dejó que el mar le lamiera los pies. Últimamente tenía visiones extrañas, en las que el colorido pueblo y los montes boscosos se sustituían por paredes de hormigón, y el único azul que había era un cuadrado de cielo a través de una ventana pequeña. Se relajó cuando se fijó en el mar fresco y oscuro. Siempre tenía la esperanza de que esas visiones no se repitieran y su isla se quedara con ella.
    Un joven moreno apareció a su espalda y se sentó a su lado. Ella le dio la mano.
- Vamos a pasear por la playa, su sonrisa era cálida.
    Ella se levantó para seguirlo. De súbito se encontró encerrada en otra de sus visiones. El joven ya no la sonreía. Tiraba de su mano con rudeza.
- ¿Qué te ha pasado? ¿Vamos a pasear por la playa?, dijo ella.
- No. Tienes que ir a ver al doctor.¡Vamos! 
 Su voz era ya agresiva. Entonces se fijó en su uniforme y su placa.  Aún no lo entendía. Miró hacia abajo. Llevaba puesto un mono naranja.
      -  ¿¡Y mi ropa!? ¿Dónde está?
   La expresión del policía se suavizó. Habló muy despacio, como si se dirigiera a un niño pequeño.
-   Si vienes conmigo te enseñaré dónde está tu ropa, ¿vale?
   Asintió, complacida. No la hablaba con tanta dulzura como en la playa, pero ya no era hostil. Quizá volvía a acordarse de quién era ella.
   Le siguió hasta una sala donde había un señor mayor con bata blanca. Unos hombres armados se apostaban en las esquinas. Un gran espejo cubría una pared. Sus ojos negros y brillantes le devolvieron la mirada. Su rostro ya no era saludable, sino enloquecido y demacrado.
  -  Siéntate – ordenó el médico - . Explícame que te pasa.
  -  Yo solo quiero volver a la playa. No sé por qué me traen aquí. Todo el mundo parece haber olvidado…
  -  ¿Recuerdas a este hombre?¿No recuerdas quién lo asesinó?- Le mostró una foto.
   Un regusto ácido se extendió por su estómago. Ella amaba a ese hombre. Era su hermano. La rabia se apoderó de ella.
 -  ¿¡Quién!? 
El médico la miró de manera elocuente. Entonces ella comprendió y se buscó en el espejo. 
Todo se convirtió en un caos de sangre y cristal.



lunes, 13 de marzo de 2017

Igual a los demás. Por Alejandro Molina

Parecía vivir en un verano perpetuo. Solo se abrigaba con una chaqueta fina y una radiante sonrisa. Al salir de casa empezaba a silbar cualquier melodía o cantaba como si quisiera ver el sol y, cuando llovía, salía a la calle para saltar y empaparse.
Pese a esta extraña y casi infantil personalidad, no faltaba día que no tuviera alguna idea ingeniosa en la que era capaz de estar  trabajando entre teoremas y café.
A veces sentía la necesidad de huir, se escapaba a algún lugar que solo él conocía y a las pocas semanas estaba de vuelta, sonriente como de costumbre, acompañado por una historia nueva que contar.
Pero una mañana, por simple curiosidad, decidió frenar su melodía para mirar alrededor. Y lo que vio le petrificó; nunca antes se había fijado en lo que le rodeaba y, ahora que se paraba a verlo, algo se rompió en su interior.  Se encontraba en una calle gris, donde personas  consumidas paseaban con el peso de la realidad sobre sus hombros. Y levantó la vista y solo pudo ver edificios  y una bóveda gris.
Se quedó horas ahí parado, sumido en sí mismo mientras su mundo se caía a pedazos.
Volvió a su piso en busca de refugio y, al asomarse por la ventana, observó una realidad peor de la que se veía en la acera: aquellas personas  no tenían cerebro. Un corte perfecto a la altura de la parte más alta de la frente dejaba ver un hueco donde normalmente debería estar el preciado órgano. No se lo creyó hasta que lo verificó un par de veces.
Se pasó el día pegado a la ventana, sumido en hipótesis y preguntas, hasta que sonó una alarma y todos volvieron a sus casas.  La ciudad gris se sumió en un silencio sólo roto por el ruido de algún camión militar o el grito de un oficial.
Los días siguientes los pasó cantando en busca de un síntoma de lucidez en los rostros de esas personas. Aunque por mucho que lo intentase nada parecía funcionar. Era la primera vez que se atrancaba de esa forma con un problema. Aun así, no conseguía resolver ese acertijo indescifrable:  la solución a un mundo gris.
Hasta que un día se presentaron en su puerta cuatro hombres uniformados y le llevaron a una plaza atestada de gente.
No tardaron mucho.
Él blandió su mejor sonrisa, había cumplido.
Fue un tajo limpio.

Hubo muchos aplausos de la gente gris.