Un sofá de mentiras
“Expiró como
un pollito”, te susurró tu madre aquella mañana en la que se acurrucó en tu
cama, su rostro cubierto en llanto. Lo primero que te vino a la mente fue la
forma que habíais dejado, tu tía y tú, en aquel sofá que gritaba “nuevo”.
Habías apoyado tu mano en su pecho, en un amago de abrazo, porque tú no querías
abrazarla. Solo querías asegurarte de que seguía habiendo un alma ahí dentro,
en aquel receptáculo que era su cuerpo. Que el débil mecanismo que lo regía
seguía con su runrún.
Pasaba tanto
tiempo entre cada latido que dudabas que el siguiente fuese a llegar. Entonces
te fijabas en cualquier cosa para convencerte de que seguía con vida. La
mayoría de las veces era el olor, ese que normalmente se manifiesta en personas
mayores, el que te recordaba que había alguien más que tú en la habitación. Se
mezclaba con su aliento, que olía a acetona. Solo los vivos sienten hambre, te
decías como consuelo.
Te preguntaste
si ella también se asustaba cuando su propio corazón le gastaba bromas, cuando
decidía saltarse la partitura y silenciar el compás. Por eso le dabas
golpecitos suaves en el torso. Esperabas que, una vez te fueras a casa, su
corazón pudiera seguir tus direcciones un poco más. Al menos, hasta que
estuvieras de vuelta. A veces posaba su mano, cuyas uñas se habían caído hacía
meses, sobre la tuya. Te acompañaba en el ritmo, y jurabas que en esos
instantes, cuando se iluminaban sus ojos, algo renacía en su interior. Incluso
alguna vez llegó a preguntarte si te gustaba la música. “Toco el cello,
¿recuerdas, tía?”. Ella asentía, sin acordarse de aquellas veces en las
que fue a verte tocar a la escuela. Otros días, sin embargo, su mano yacía en
su regazo, yerta, incapaz de realizar movimiento alguno. En esas ocasiones tú
te encargabas de pasar los insulsos canales de televisión, o de limpiarle el
culo cuando lo necesitaba.
Una vez
acariciaste sus dedos deformados por el Taxol, que te recordaban a esas plantas
de bambú intrincadas, aquellas con las que jugabas en su jardín cuando eras
niña. Estrujaste sus manos, queriendo transmitir todos los años que a ti te sobraban
y que a ella le hacían falta. Si lo deseabas con fuerza, tus primas no serían
huérfanas antes de los diez años. Tu madre no perdería a su única amiga,
aquella que escuchaba porque no podía hablar. Te preguntaste si el tiovivo que
era el mundo dejaría de girar, una vez su cuerpo se fundiera en él. Te fijaste
en la maceta que reposaba en la mesa, donde el único tallo de bambú que
rescataste crecía. Después de todo, tú podrías hacer lo mismo: echar raíces con
ella en aquel salón. Dejar que la luna inundase la estancia como una manta
blanca, y que vuestros dedos se fundiesen poco a poco en raíces diminutas. Te
preguntaste si tener un tumor era encontrar un buen día que algo ha crecido en
lo más profundo de uno mismo, sin haberlo plantado ni pedido. La voluntad de tu
tía era, en todo caso, que se la incinerase, y te regodeaste al pensar que los
gusanos no tendrían el privilegio de devorar su cuerpo. Suspiró que le hacías
daño, y que ya había visto ese programa miles de veces. Aflojaste tu agarre, pusiste
cualquier cadena, y volviste a tamborilear su pecho.
Te plantas
delante de ese sofá y ella te coge de la mano. Es tu prima. Te mira, y algo
extraño brilla en el fondo de su mirada. Es la comprensión de quien ha
vivido la enfermedad antes de sentirla en su propio cuerpo. Te preguntas cuál
fue la célula de la mujer que te había enseñado a leer la que
corrompió a las demás como un mal rumor. Si aquellas células consiguieron
llegar al bebé que fue tu prima, cuando ella misma no era más que células en un
útero sano aún. Os quedáis de pie, ante
la forma que crearon vuestros cuerpos en el cojín, tragando programas de gente
que no alcanzaba a ver más allá de sus propios pies. Esperando una cura que no
llegó. Dentro de nada el cojín se aplanará, como si ella no fuese más que una
mentira infantil.
Y, finalmente,
te dices que tiene sentido. Aquella mañana en la que tu madre te dijo que tu
tía había expirado como un pollito. Porque tu tía no era más que una niña
cuando su pelo decidió caerse y los tubos cubrieron su tripa. Una niña recién
salida del cascarón cuando la tierra se llevó sus restos.