ALGO PEGAJOSO
Aquel
hombre llevaba todo el día perforándome la cabeza. Nada más llegar a la puerta
del trabajo se me acercó con un gesto de torpeza. Me rozó el hombro y con
demasiada confianza me rodeó la cadera.
Yo,
recelosa ante su reacción, tras aquel despiste nocturno en el que sin saber
porqué acabé en la cama de un hostal de mala muerte, sin ropa y con un becario
escuálido como acompañante, aparté su mano de mi desaliñado pantalón y le
otorgué una mirada de asco digna del puré de espinacas.
Subimos
en el ascensor hasta la décima planta; yo apartándome de su lado y él
acercándose a mí.
La
jornada se hizo larga y pegajosa, demasiado pegajosa. Él me miraba, yo me
asqueaba. Él se acercaba, yo me alejaba.
Tocaron
las cuatro en punto, cogí mis cosas y con aquellos andares desganados y
resacosos me colé en el ascensor… ¡Mierda! El estaba allí!
-No.
Gracias.
-¿No
quieres compañía?
-Creo
que no. No ahora mismo.
-¿Estás
segura?¿Te encuentra bien?
-Me
encuentro bien.
La
puerta del ascensor se abrió y yo sin mirar atrás salí del edificio. Tomé el
primer autobús. Cuando llegó a la última parada entré en el bar que había
enfrente y pedí una copa del alcohol más barato y rancio que hubiese. Aquella
copa, ¡oh! Esa sí que me supo a gloria.