viernes, 2 de diciembre de 2016

El contrabajo. Por María Moreno Maldonado









Miles de vibraciones introducidas en mí. El cable sube suspendido en el aire y, a pesar de estar únicamente encajado en mi clavija, siento como si, a la vez, estuviera en quien me porta. Me encanta que ella me toque. Sus manos suaves deslizándose por mis cuerdas, tocando miles de melodías. Apoteósico, siento que siempre estoy entre sus brazos.
Un día, me abandona. Pienso que ya no le gusta tocarme ni recorrer mi mástil ni rozar sus caderas con mi cuerpo. Me siento horriblemente frustrado, ya no soy lo suficientemente bueno para ella. Mis cuerdas, desgastadas de tanto uso, ya no son efectivas. Busca otros instrumentos, dice que quiere cambiar de aires... Ahora se dedica a aprender nuevas melodías que le sería imposible tocar conmigo. Antes formábamos una simbiosis espectacular, ahora quizá hablaríamos más de parasitismo.
Sin embargo, volvemos al inicio. Estando, de nuevo, juntos. Recupero la confianza que un día perdí y renuevo la fe en ella, confiando que esta vez no me abandonará. Pasan los días y todo sigue igual: ella y yo, parece que ha olvidado todo lo demás. Sólo se centra en mí y en el vaivén de sus dedos acariciándome. Cambia aquellas cuerdas desgastadas, me limpia cada día. Me cuida como si de su hijo se tratase, y crecemos juntos.
Por desgracia, llega un momento en que un hijo y su madre han de separarse y me vuelve a abandonar. Vuelve a mí la frustración y la tristeza. Me falta energía, ya no me enchufa nunca... El amplificador se siente igual que yo. Nosotros nos entendemos aunque me da la sensación de que nadie más lo hace. 
Pero, cuando veo perdida toda la esperanza, regresa a mí. Viene pidiendo auxilio, seguir con alguien que no sea yo se le hace cuesta arriba. Tanto que se deprime, ya no me toca como antes. Ya no confío en ella pues me da la sensación de que no es la misma. Cada vez se frustra más. Me tira al suelo como si me culpara de todos sus problemas cuando, sin embargo, soy su única vía de escape. Me hace daño, pero parece darle igual.

Comenzamos el bucle de nuevo.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Nuevos talleristas, nuevos relatos: Sandra Hontanar, 13 años

Este curso se presenta con grandes novedades. En diciembre verá la luz la primera Antología de cuentos del taller juvenil: La habitación prohibida. Informaremos puntualmente de ella.
Además, son bastantes los jóvenes que se han apuntado por primera vez al taller en este curso. Y con resultados sorprendentes en menos de un mes de actividad. Iremos subiendo poco a poco algunos textos de los nuevos. Esta vez le toca a Sandra.  




Dejarse caer

El aire frío se colaba por las ventanas. Aquella noche era más oscura que las anteriores. El silencio inundaba la sala iluminada por la luna. Una anciana de piel rugosa con aspecto desagradable paseaba con la mirada perdida. Se paró junto la ventana para observar aquel paisaje montañoso cubierto de nieve. Un niño la miraba atentamente desde la puerta. Era bajito, tal vez de unos ocho años, y con una sonrisa traviesa. Ella notó su presencia.
El niño avanzó cauteloso, procurando no llamar la atención, sabía que eso la molestaba. La abuela se sentó en el sofá y bebió de la taza de té que estaba en la mesa. Al beberlo, hacía un ruido como si hubiese un terremoto en su boca.
Miró las fotos de la chimenea con un toque frío de invierno,  viejo y desgastado. En una de ellas, su marido sostenía en brazos a su hija. En otra, su hija embarazada le daba la mano a su novio.

Suspiró. Su nieto, cuando ella se ponía triste, intentaba atraer su atención corriendo, jugando y cantando a su alrededor. Corrió al sofá y comenzó a cantar alegremente. La abuela, pálida, miró al único pariente que le quedaba. Quería dejarse caer, derramar el té y acabar con el dolor, si no fuese por aquel hermoso niño…

miércoles, 11 de mayo de 2016

ATRAPADO, por Bahía Ayos Battioni






La habitación se llena de conversaciones secas. Son murmullos lejanos indescifrables que retumban en mi cabeza. Distingo varios tonos, no sé de quién; me hallo a oscuras. Lo único que puedo percibir es la frialdad de las paredes y el desnudo suelo. No sé cuánto tiempo llevo aquí, solo sé que  se me ha olvidado cómo es el sol. Me encuentro solo, ni siquiera con mis propios pensamientos; las voces los bloquean. 

Me acuerdo de cuando acababa de aparecer por aquí, cuando aún tenía la esperanza de que alguien me rescatase. Estaba confuso, desesperado por librarme de las entrañas de este sitio. Ya no me molesto en producir alaridos sordos, es inútil. La noción del tiempo es borrosa; no existe el día y la noche, solo su ausencia. 


Escucho algo: el forcejeo de una puerta que quiere abrirse. Volteo mi cabeza hacia el origen del ruido. Una luz me ciega, mas consigo acostumbrarme al resplandor. Una sombra interrumpe la luz. En cuanto se atenúa el brillo, consigo ver su rostro. Al principio me resulta ajeno, pero luego lo reconozco: era yo.