domingo, 6 de diciembre de 2015

ALGO PEGAJOSO, por Lucía Sánchez


 
 
 
 
ALGO PEGAJOSO
Aquel hombre llevaba todo el día perforándome la cabeza. Nada más llegar a la puerta del trabajo se me acercó con un gesto de torpeza. Me rozó el hombro y con demasiada confianza me rodeó la cadera.
Yo, recelosa ante su reacción, tras aquel despiste nocturno en el que sin saber porqué acabé en la cama de un hostal de mala muerte, sin ropa y con un becario escuálido como acompañante, aparté su mano de mi desaliñado pantalón y le otorgué una mirada de asco digna del puré de espinacas.
Subimos en el ascensor hasta la décima planta; yo apartándome de su lado y él acercándose a mí.
La jornada se hizo larga y pegajosa, demasiado pegajosa. Él me miraba, yo me asqueaba. Él se acercaba, yo me alejaba.
Tocaron las cuatro en punto, cogí mis cosas y con aquellos andares desganados y resacosos me colé en el ascensor… ¡Mierda! El  estaba allí!
-¿Quieres que vaya a tu casa? A hacerte compañía nada más.
-No. Gracias.
-¿No quieres compañía?
-Creo que no. No ahora mismo.
-¿Estás segura?¿Te encuentra bien?
-Me encuentro bien.
La puerta del ascensor se abrió y yo sin mirar atrás salí del edificio. Tomé el primer autobús. Cuando llegó a la última parada entré en el bar que había enfrente y pedí una copa del alcohol más barato y rancio que hubiese. Aquella copa, ¡oh! Esa sí que me supo a gloria.

sábado, 5 de diciembre de 2015

¡MALDITAS VACACIONES!, por Inés Vázquez.


 
El verano es un tiempo de descanso, tranquilidad, diversión… ¡Eso era antes! Ahora es una especie de tortura porque tienes que estar en una maldita residencia, con enfermeras que te tratan como si tuvieras tres años y viejos que solo hablan de lo mal que está España y de lo mal que les cae su yerno. ¿Ir a la piscina? Allí haces  el bobo con una pelota hinchable y ves a señoras mayores con arrugas y celulitis en las piernas. ¡Ni siquiera puedes nadar!  Lo único que se puede hacer en esta maldita residencia es jugar a las cartas, al ajedrez o al parchís, y casi todos mis contrincantes se quedan dormidos a los diez minutos. Lo peor es cuando viene tu familia de visita y todos tienen prisa por irse porque tienen otros planes, como ir a la playa, al parque a tirar globos de agua… ¡Demonios! Añoro esas vacaciones en las que era un chaval y estaba todos los días fuera de casa, acompañado por los amigos y alguna chica guapa.

lunes, 19 de octubre de 2015

A BRUMA DOR


 

 

 

A aquel profesor tan querido.

 

Así que te es demasiado. Qué duro. Qué ola te cae encima. La espesa niebla te ha rodeado.

Abrumado te encuentras.

Qué mal sentido, desvalorado esfuerzo. Pésima explicación. Desganado recibimiento.

“¡Abrumado me encuentro!”

Así que arrollador es lo que pienso y te escribí con esmero. Qué orgullo herido. Qué decepción tu respuesta y estilo.

¿Abrumador lo que escribo?

Son tus puertas demasiado estrechas que no dejan pasar ni el aguacero más fino. Ni húmedo estas siquiera.

¿Abrumador? Un comino.

lunes, 14 de septiembre de 2015

GABRIEL CELAYA. La poesía es un arma cargada de futuro.




Cuando ya nada se espera personalmente exaltante, 

mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia, 

fieramente existiendo, ciegamente afirmando, 

como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente 

los vertiginosos ojos claros de la muerte, 

se dicen las verdades:
 
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas 

que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados, 

piden ser, piden ritmo, 

piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto, 

con el rayo del prodigio,

como mágica evidencia, lo real se nos convierte 

en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria 

como el pan de cada día, 

como el aire que exigimos trece veces por minuto, 

para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan 

decir que somos quien somos, 

nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. 

Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo 

cultural por los neutrales
 
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. 

Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta 
mancharse.

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren 

y canto respirando.
 
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas 

personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos, 

y calculo por eso con técnica qué puedo. 

Me siento un ingeniero del verso y un obrero 

que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: poesía-herramienta 

a la vez que latido de lo unánime y ciego. 

Tal es, arma cargada de futuro expansivo 

con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada. 

No es un bello producto. No es un fruto perfecto. 

Es algo como el aire que todos respiramos 

Son palabras que todos repetimos sintiendo 

como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado. 

Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. 

Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.

miércoles, 29 de abril de 2015

LA MUERTE DE KAFKA. Por Mario Pérez, Kranke.



La muerte de Kafka

Los párpados le pesaban como un martillo sobre un yunque. Los huesos estaban completamente rígidos, y los labios blancos y agrietados.
 En su rostro, sudor congelado, y la sangre de la cara, de tanto apretarla contra la almohada, se había quedado atrapada.
 "¿Éste es el único motivo por el que nací?", pensó, "¿entregarme a la muerte?"
 Intentó levantarse de la cama, pero no fue capaz. Su cuerpo no respondía. Escupió una nubecilla de niebla y se dejó llevar hacia la luz para llegar a un destino inalcanzable, mirando hacia la Muerte.
  "Mi nombre cayó en el olvido y nací para morir".

Correr. Por Cristina Pumar





Correr

La vida corre.
Mira! Ya se fue.
Por ahí,
doblando la esquina.
Sigue!
Persigue!
Que la pierdes.
Corre!
Estira el brazo,
Atrápala.

Para!
Detente!
Vives o corres?

Corres o vives?

viernes, 24 de abril de 2015

Discurso de Juan Goytisolo. Premio Cervantes. 23 de abril de 2015



En términos generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la de quienes conciben su tarea como una carrera y la de quienes la viven como una adicción. El encasillado en las primeras cuida de su promoción y visibilidad mediática, aspira a triunfar. El de las segundas, no. El cumplir consigo mismo le basta y si, como sucede a veces, la adicción le procura beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a la de camello o revendedor. Llamaré a los del primer apartado, literatos y a los del segundo, escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de escribidor.
A comienzos de mi larga trayectoria, primero de literato, luego de aprendiz de escribidor, incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la luz de los focos, “ser noticia”, como dicen obscenamente los parásitos de la literatura- sin parar mientes en que, como vio muy bien Manuel Azaña, una cosa es la actualidad efímera y otra muy distinta la modernidad atemporal de las obras destinadas a perdurar pese al ostracismo que a menudo sufrieron cuando fueron escritas. La vejez de lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita. El dulce señuelo de la fama sería patético si no fuera simplemente absurdo. Ajena a toda manipulación y teatro de títeres, la verdadera obra de arte no tiene prisas: puede dormir durante décadas como La regenta o durante siglos como La lozana andaluza. Quienes adensaron el silencio en torno a nuestro primer escritor y lo condenaron al anonimato en el que vivía hasta la publicación del Quijote no podían imaginar siquiera que la fuerza genésica de su novela les sobreviviría y alcanzaría una dimensión sin fronteras ni épocas.
“Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”, escribe Fernando Pessoa, y coincido enteramente con él. Ser objeto de halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y labor. Desde la altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como un golpe de espada en el agua, como una inútil celebración.
Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas invita a la modestia. La mirada desde la periferia al centro es más lúcida que a la inversa y al evocar la lista de mis maestros condenados al exilio y silencio por los centinelas del canon nacional- católico no puedo menos que rememorar con melancolía la verdad de sus críticas y ejemplar honradez. La luz brota del subsuelo cuando menos se la espera. Como dijo con ironía Dámaso Alonso tras el logro de su laborioso rescate del hasta entonces ninguneado Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la oposición!
Mi instintiva reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas, incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido, me ha llevado a abrazar como un salvavidas la reivindicada por Carlos Fuentes nacionalidad cervantina. Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía. Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las identidades religiosas o ideológicas que sienten amenazados sus credos y esencias.
En vez de empecinarse en desenterrar los pobres huesos de Cervantes y comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias fabricadas probablemente en China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios oscuros de su vida tras su rescate laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del Quijote conocen las estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?
Hace ya algún tiempo, dedique unas páginas a los titulados Documentos cervantinos hasta ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez Pastor, impresos en 1902 con el propósito, dice, de que “reine la verdad y desaparezcan las sombras”, obra cuya lectura me impresionó en la medida en que, pese a sus pruebas fehacientes y a otras indagaciones posteriores, la verdad no se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos, y más de un siglo después las sombras permanecen. Sí, mientras se suceden las conferencias, homenajes, celebraciones y otros actos oficiales que engordan a la burocracia oficial y sus vientres sentados, (la expresión es de Luis Cernuda) pocos, muy pocos se esfuerzan en evocar sin anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos años en los que, dice en el prólogo del Quijote, “duermo en el silencio del olvido”: ese “poetón ya viejo” (más versado en desdichas que en versos) que aguarda en silencio el referendo del falible legislador que es el vulgo.
Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa “exquisita mierda de la gloria” de la que habla Gabriel García Márquez al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo. El ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos, no debe distraernos de la suerte de los más en un mundo en el que el portentoso progreso de las nuevas tecnologías corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas, el radio infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre.
Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote, “deshacer tuertos y socorrer y acudir a los miserables” e imagino al hidalgo manchego montado a lomos de Rocinante acometiendo lanza en ristre contra los esbirros de la Santa Hermandad
que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la ingeniería financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad.
Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela nos resulta difícil resignarnos a la existencia de un mundo aquejado de paro, corrupción, precariedad, crecientes desigualdades sociales y exilio profesional de los jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello es locura, aceptémosla. El buen Sancho encontrará siempre un refrán para defenderla.
El panorama a nuestro alcance es sombrío: crisis económica, crisis política, crisis social. Según las estadísticas que tengo a mano, más del 20% de los niños de nuestra Marca España vive hoy bajo el umbral de la pobreza, una cifra con todo inferior a la del nivel del paro. Las razones para indignarse son múltiples y el escritor no puede ignorarlas sin traicionarse a sí mismo. No se trata de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir el fermento contestatario de esta en el ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia y una vez más, en la encrucijada, Cervantes nos muestra el camino. Su conciencia del tiempo “devorador y consumidor de las cosas” del que habla en el magistral capítulo IX de la Primera Parte del libro le indujo a adelantarse a él y a servirse de los géneros literarios en boga como material de derribo para construir un portentoso relato de relatos que se despliega hasta el infinito. Como dije hace ya bastantes años, la locura de Alonso Quijano trastornado por sus lecturas se contagia a su creador enloquecido por los poderes de la literatura. Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote. Al hacerlo no nos evadimos de la realidad inicua que nos rodea. Asentamos al revés los pies en ella. Digamos bien alto que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no nos resignamos a la injusticia

miércoles, 22 de abril de 2015

UNIDOS PARA SIEMPRE. Ana Manso


Era de noche en la hermosa ciudad de París; no muy tarde, quizá las 11, y una pareja joven disfrutaba del ambiente. La chica miraba su anillo y el brillo se reflejaba en sus ojos. El chico sonreía a su lado mientras acariciaba su pelo con dulzura. Toda la escena respiraba placidez, y la ciudad parecía acompañarla a la perfección: el hombre del acordeón en la esquina, la noche iluminada por la cálida luz de las farolas, el maravilloso olor del restaurante a su lado y, por supuesto, la Torre Eiffel a sus espaldas que creaba una imagen digna de una postal. 
Pero si dirigías la mirada hacia arriba  apreciabas en lo más alto de la imponente estructura la presencia de un hombre que veía la realidad de la cuidad: las prisas, el ruido de los coches, el olor a contaminación y las sombras que proyectaban las farolas, oscuras como sus pensamientos. Si se esforzaba, incluso era capaz de escuchar los chillidos de las ratas que se escondían en cada esquina de la ciudad.
Bueno, tenía que reconocer que no había estado muy optimista desde que su mujer le abandonó por ese niñato millonario y la verdad es que la cosa no mejoró cuando le despidieron por supuestos  problemas con el alcohol. Menuda idiotez, una botella de whisky por la mañana no mataba a nadie. El verdadero problema estaba en el precio de las botellas, una cifra escandalosamente cara que le obligó a retrasarse ligeramente en el pago del alquiler hasta que su casero tuvo la desfachatez de echarle a la calle. La verdadera depresión llegó cuando ya no pudo comprar más whisky,  y se prolongó hasta ese momento en el que con los problemas a su espalda, París frente sus ojos y la Torre Eiffel  a sus pies, saltó.

Cuando la feliz pareja miró hacia arriba y vio al hombre, sus sonrisas se congelaron y la felicidad y la amargura se unieron para siempre en un revoltijo de brazos y piernas aplastados contra el cemento de la hermosa ciudad de París.

domingo, 22 de marzo de 2015

10 CONSEJOS DE JULIO CORTÁZAR PARA ESCRIBIR UN CUENTO.








1. No existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista.
Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes… no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable”. (Algunos aspectos del cuento)

2. El cuento es una síntesis centrada en lo significativo de una historia.
El cuento es …una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia”… “Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos”. (Algunos aspectos del cuento)

3. La novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out.
Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos”. (Algunos aspectos del cuento)

4. En el cuento no existen personajes ni temas buenos o malos, existen buenos o malos tratamientos.
…en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema”. “Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka”… “Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores”. (Algunos aspectos del cuento)

5. Un buen cuento nace de la significación, intensidad y tensión con que es escrito; del buen manejo de estos tres aspectos.
…el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo… El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo… al punto que un vulgar episodio doméstico… se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico… los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada”… “La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista”. (Algunos aspectos del cuento)

6. El cuento es una forma cerrada, un mundo propio, una esfericidad.
Señala Horacio Quiroga en su decálogo: Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”. (Del cuento breve y sus alrededores)

7. El cuento debe tener vida más allá de su creador.
…cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la presencia manifiesta del demiurgo”. (Del cuento breve y sus alrededores)

8. El narrador de un cuento no debe dejar a los personajes al margen de la narración.
Siempre me han irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra”. “La narración en primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa… en mis relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de una narración strictu senso, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el cuento en sí”. (Del cuento breve y sus alrededores)

9. Lo fantástico en el cuento se crea con la alteración momentánea de lo normal, no con el uso excesivo de lo fantástico.
El génesis del cuento y del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen “normal” de la conciencia”… “Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado…  la peor literatura de este género es sin embargo la que opta por el procedimiento inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal ordinario por una especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural”. (Del cuento breve y sus alrededores)

10. Para escribir buenos cuentos es necesario el oficio del escritor.
…para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión… tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor”. (Algunos aspectos del cuento)


martes, 3 de marzo de 2015

Premio Energheia de relato corto. Para jóvenes entre 18 y 35 años.

BASES DEL PREMIO ENERGHEIA ESPAÑA 2015
Por quinto año empieza la llegada de originales para el Premio Energheia España 2015 de narrativa corta. Esperamos repetir las sensacionales experiencias de los cuatro años anteriores en tierras del sur de Italia. Suerte a los participantes.
Aquí las bases:
http://premioenergheiaespanaportugal.blogspot.com.es
Energheia, asociación cultural de Matera (Italia), bajo el patrocinio de la Región Basilicata y con la colaboración de la Embajada de España en Italia (Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación) anuncia las bases para España del concurso literario “Premio Energheia Europa–Edición 2015″ en su XX edición.
BASES
1-) Se anuncia la convocatoria para el premio Energheia España 2015, para escritores, entre 18 a 35 años de edad, de cualquier nacionalidad, residentes en España que tomarán parte en el concurso con sólo un cuento inédito, escrito en español, italiano, gallego o catalán sobre un tema libremente elegido, con no más de siete páginas (de hasta 25 líneas por página).
2-) Las fechas de principio y fin de la recepción de trabajos serán del 1 de marzo de 2015 el 30 de mayo de 2015. El relato debe ser enviado vía correo electrónico a la dirección: premioenergheiaespana@gmail.com
Se debe enviar copia del documento en Word del cuento junto con otro documento separado con los datos personales: el nombre del autor, documento nacional de identidad, edad y dirección (número de teléfono y correo electrónico) del participante.
3-) Un comité, designado por los organizadores de la competición, va a leer y evaluar los relatos con el fin de señalar los cinco finalistas que se presentarán en la fase final en Italia para la valoración final.
4-) El Jurado declarará el ganador del concurso. El autor galardonado con el primer premio tendrá gastos de billete de avión y alojamiento pagados, para participar en la ceremonia de entrega de los premios Energheia que se llevará a cabo en Matera (Italia), en el mes de septiembre de 2015.
5-) Los organizadores del concurso publicarán los cuentos ganadores en el idioma original y en una traducción al italiano y el cuento ganador será también publicado en español en la revista Quimera. Revista de Literatura.
6-) Depende de los organizadores del concurso la decisión de incluir algún detalle o punto que no aparezca especificado en el presente reglamento.
El coordinador en España para “Premio Energheia Europa–Edición 2015″ es el escritor Fernando Clemot.
En Italia:
Associazione Culturale Energheia
Via dei Bizantini, 13-75100 Matera (Italia)
E-mail: http:// energheia@energheia.org
http://www.energheia.org/


lunes, 16 de febrero de 2015

Un día perfecto para el pez plátano. J.D. Salinger

J. D. Salinger


Un día perfecto para el pez plátano
      En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
       No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
       Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
       —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
       —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
       —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
       A través del auricular llegó una voz de mujer:
       —¿Muriel? ¿Eres tú?
       La chica alejó un poco el auricular del oído.
       —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
       —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
       —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
       —¿Estás bien, Muriel?
       La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
       —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
       —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
       —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
       —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
       —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
       —¿Cuándo llegasteis?
       —No sé... el miércoles, de madrugada.
       —¿Quién condujo?
       —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
       —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
       —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
       —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
       —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
    hecho arreglar el coche?
       —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
       —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
       —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
       —Muy bien—dijo la chica.
       —¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
       —No. Ahora tiene uno nuevo
       —¿Cuál?
       —Mamá... ¿qué importancia tiene?
       —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
       —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
       —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
       —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
       —Lo tienes tú.
       —¿Estás segura?—dijo la chica.
       —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
       —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
       —¡Pero está en alemán!
       —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
       —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
       —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
       —Muriel, mira, escúchame.
       —Te estoy escuchando.
       —Tu padre habló con el doctor Sivetski.
       —¿Sí?—dijo la chica.
       —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
       —¿Y...?—dijo la chica.
       —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
       —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
       —¿Quién? ¿Cómo se llama?
       —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
       —Nunca lo he oído nombrar.
       —De todos modos, dicen que es muy bueno.
       —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
       —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
       —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
       —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
       —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
       —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
       —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
       —Me he quemado toda, mamá, toda.
       —¡Qué horror!
       —No me voy a morir.
       —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
       —Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
       —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
       —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
       —Bueno, ¿qué dijo?
       —¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
       —¿Por que te hizo esa pregunta?
       —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
       —¿El verde?
       —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
       —Pero ¿qué dijo él? El médico.
       —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
       —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
       —No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
       —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
       —En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
       —En fin. ¿Y tu abrigo azul?
       —Bien. Le subí un poco las hombreras.
       —¿Cómo es la ropa este año?
       —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
      —¿Y tu habitación?
       —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
     camión.
       —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
       —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
       —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
       —Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
       —¿Y no quieres volver a casa?
       —No, mamá.
       —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
       —No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
       —Mamá, esta llamada va a costar una for...
       —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
       —Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
       —¿Dónde está?
       —En la playa.
       —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
       —Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
       —No he dicho nada de eso, Muriel.
       —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
       —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
       —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
       —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
       —Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
       —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
       —No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
       —Muriel, hazme caso.
       —Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
       —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
       —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
       —Muriel, quiero que me lo prometas.
       —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.
   
       —Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
       —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
       La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
       —No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
       —Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
       —Estáte quieta, Sybil, cariño...
       —¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
       La señora Carpenter suspiró.
       —Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
       Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
       Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
       —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
       El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
       —¡Ah!, hola, Sybil.
       —¿Vas a ir al agua?
       —Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
       —¿Qué?—dijo Sybil.
       —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
       —Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
       —No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
       —¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
       —¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
       Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
       —Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
       Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
       —Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
       —¿En serio? Acércate un poco más.
       Sybil dio un paso adelante.
       —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
       —¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
       —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
       Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
       —Necesita aire—dijo.
       —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
       —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
       —¿Sharon Lipschutz dijo eso?
       Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
       —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
       —Sí que podías.
       —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
       —¿Qué?
       —Me imaginé que eras tú.
       Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
       —Vayamos al agua—dijo.
       —Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
       —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
       —¿Que eche a quién?
       —A Sharon Lipschutz.
       —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
       —¿Un qué?
       —Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
       Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
       Los dos echaron a andar hacia el mar.
       —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
       Sybil negó con la cabeza.
       —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
       —No sé—dijo Sybil.
       —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
       Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
       Sybil lo miró:
       —Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
       Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
       —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
       Sybil soltó el pie:
       —¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
       —Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
       —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
       —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
       —No eran más que seis—dijo Sybil.
       —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
       —¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
       —¿Si me gusta qué?
       —La cera.
       —Mucho. ¿A ti no?
       Sybil asintió con la cabeza:
       —¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
       —¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
       —¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
       —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
       Sybil no dijo nada.
       —Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
       —Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
       Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
       —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
       —No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
       —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
       —No veo ninguno—dijo Sybil.
       —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
       Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
       —Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
       Ella negó con la cabeza.
       —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
       —No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
       —¿Qué pasa con quiénes?
       —Con los peces plátano.
       —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
       —Sí—dijo Sybil.
       —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
       —¿Por qué?—preguntó Sybil.
       —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
       —Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
       —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
       Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
       Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
       —Acabo de ver uno.
       —¿Un qué, amor mío?
       —Un pez plátano.
       —¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
       —Sí—dijo Sybil—. Seis.
       De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
       —¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
       —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
       —¡No!
       —Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
       —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
       El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
       En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
       —Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
       —¿Cómo dice?—dijo la mujer.
       —Dije que veo que me está mirando los pies.
       —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
       —Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
       —Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
       Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
       —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
       Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
       Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
       Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.