
Fuera, nieva. Observo la lentitud de los copos. Estoy aburrido. De vez en cuando deja de nevar y empieza a llover. La lluvia derrite la nieve acumulada. Cuando las gotas dejan de caer, ésta vuelve a posarse sobre el suelo humedecido para más tarde ser arrasada por la lluvia. Concentrado en observar este círculo meteorológico, dejo pasar las horas. Ya he recorrido la casa mil veces, he dejado mordisqueados varios bolígrafos por los nervios y he ido a beber agua. El aburrimiento es tal que dormito un rato intentando que el tiempo pase más deprisa. Al poco me levanto más cansado de lo que me acosté y vuelvo a observar la ventana.
Ha dejado de nevar y parece que la lluvia amaina. Me siento alerta frente a la ventana y miro con fijeza la lluvia que cae, intentando frenarla con la mirada. Tras un par de horas y varias visitas a la cocina buscando algo apetitoso, me percato de que ha dejado de llover. Con infinita alegría corro hacia el dormitorio principal y golpeo la puerta intentando llamar la atención de Sandra. Ella se gira y sonríe con dulzura. Con sólo ver mis ojos, sin ninguna palabra, ya sabe lo que quiero. Se coloca el abrigo sobre los hombros y se calza las botas. Yo llevo tiempo preparado para salir, de tanta impaciencia.
Nos dirigimos a la puerta juntos, acompañando los pasos del otro. Ella abre y yo me adelanto hacia el exterior. Libertad, por fin, libertad, siempre he odiado estar entre cuatro paredes durante demasiado tiempo.
Corro y salto por el pavimento con la energía propia de un niño. Sandra me mira con una sonrisa en el rosto y y gesto protector. De vez en cuando giro la cabeza hacia ella y la invito a unirse a mis juegos infantiles.
Tras un rato disfrutando de la calle, veo que Sandra se aproxima. Primero me acaricia la cabeza con ternura y peina con los dedos mi pelo castaño. Finalmente se agacha y me coge en brazos, rodeándome con cuidado. Cuando entramos de nuevo por la puerta de casa ladro alegremente, mostrando mi deseo de repetir pronto el paseo con mi ama.