| 
| Tenía el grado de teniente en el ejército de Su Majestad 
y serví en el extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de 
Nimega, regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una 
pequeña propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había 
adquirido recientemente por derechos de mi esposa. 
Ésta será la última noche de mi vida, por lo que 
expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y 
siempre, desde mi niñez, tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. 
Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo 
esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la 
muerte. Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano 
contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor 
alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él 
era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más 
satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron 
conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho 
tiempo, y solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de 
encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. 
Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que 
iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, 
trataba de justificarla ante mí mismo.
 Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo 
adicional entre nosotros, tal como lo considerarían algunos, en realidad sirvió 
sólo para apartarnos más. Su esposa me conocía bien. Nunca, estando ella 
presente, mostré mis celos o rencores secretos, pero aquella mujer los conocía 
tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos, levanté mi vista sin encontrar la 
suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte sin tener la sensación 
de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable cuando 
disputábamos, y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el 
extranjero, me enteré de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era 
como si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible 
prefiguración de lo que ha sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me 
obsesionaba; su mirada fija vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño 
oscuro, haciendo que se enfríe mi sangre.
 Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un niño. 
Cuando mi hermano supo que había perdido toda esperanza de recuperación en su 
propia enfermedad, llamó a mi esposa junto a su lecho y confió el huérfano a su 
protección, un niño de cuatro años. Legó al niño todas las propiedades que tenía 
y escribió en el testamento que, en caso de que muriera su hijo, las propiedades 
pasaran a mi esposa como único reconocimiento que podía hacerle de sus cuidados 
y amor. Cambió conmigo unas cuantas palabras fraternales, deplorando nuestra 
prolongada separación y, hallándose agotado, se hundió en un sueño del que nunca 
despertó.
 Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas 
había existido un afecto profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de 
una madre para aquel muchacho, lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido. El 
niño estaba muy unido a ella, pero era la imagen de su madre tanto en el rostro 
como en el espíritu, y desconfió siempre de mí.
 No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera vez 
aquella sensación, pero sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto 
cuando estaba junto a aquel niño. Siempre que salía de mis melancólicos 
pensamientos, lo encontraba mirándome con fijeza, pero no con esa simple 
curiosidad infantil, sino con algo que contenía el propósito y el significado 
que con tanta frecuencia había observado yo en su madre. No se trataba de un 
resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con ella en los 
rasgos y la expresión. Jamás lo sorprendí con la mirada baja. Me tenía miedo, 
pero al mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque retrocediera 
ante mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas, aproximándose a 
la puerta seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes.
 Es posible que me esté ocultando a mí mismo la verdad, 
pero no creo que cuando comenzó todo aquello hubiera pensado yo en hacerle mal 
alguno. Quizá considerara lo bien que nos vendría su herencia, y hasta puede que 
deseara su muerte, pero creo que jamás pensé en lograrla por mis propios medios. 
La idea no me llegó de repente, sino poco a poco, presentándose al principio con 
una forma difusa, como a gran distancia, de la misma manera que los hombres 
pueden pensar en un terremoto, o en el último día de su vida, que luego se va 
acercando más y más, perdiendo con ello parte de su horror e improbabilidad, y 
luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la sustancia y la suma 
total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de medios y de 
seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho.
 Mientras todo aquello sucedía en mi interior, no podía 
soportar que el niño me viera mientras yo lo miraba, pero una fascinación me 
arrastraba a contemplar su cuerpo ligero y frágil pensando en lo fácil que me 
resultaría hacerlo. A veces me deslizaba escaleras arriba y lo observaba 
mientras dormía, pero lo más habitual era que rondara por el jardín cerca de la 
ventana de la habitación en la que se hallaba inclinado realizando sus tareas, y 
allí, mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de mi esposa, yo 
lo miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y 
sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido provocado 
por una hoja, pero volviendo a mirar de nuevo.
 Muy próxima a nuestra casa, pero lejos de nuestra vista, 
y también de nuestro oído en cuanto el viento se agitara mínimamente, había una 
extensión profunda de agua. Empleé varios días en dar forma con mi navaja a un 
tosco modelo de bote, que por fin terminé y dejé donde el niño pudiera 
encontrarlo. Me oculté entonces en un lugar secreto por el que tendría que pasar 
si se escapaba a solas para hacer navegar el juguetito, y aguardé allí su 
llegada. No llegó ni ese día ni al siguiente, aunque esperé desde el mediodía 
hasta la caída de la noche. Estaba convencido de haberlo apresado en mi red, 
pues lo oí hablar del juguete, y sé que, en su placer infantil, lo guardaba a su 
lado en la cama. No sentía cansancio ni fatiga, sino que esperaba pacientemente, 
y al tercer día pasó junto a mí corriendo gozosamente con sus cabellos sedosos 
al viento y cantando, que Dios se apiade de mí, cantando una alegre balada cuyas 
palabras apenas podía cecear.
 Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que 
crecían allí y sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, 
seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua. Estaba ya 
junto a él, había agachado una rodilla y levantado una mano para empujarlo, 
cuando vi una sombra en la corriente y me di la vuelta.
 El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del 
niño. El sol salió de detrás de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra, en 
el agua clara y en las gotas centelleantes de lluvia que había sobre las hojas. 
Había ojos por todas partes. El inmenso universo completo de luz estaba allí 
para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo; procedía de una sangre valiente 
y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni trató de halagarme. No le 
oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo de vuelta a 
casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al muerto a mis pies 
con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en nada diferente del 
cuerpo que había contemplado mientras dormía... estaba, además, en la misma 
actitud, con la mejilla apoyada sobre su manecita.
 Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que estaba 
muerto, y lo llevé hasta una espesura. Aquel día mi esposa había salido de casa 
y no regresaría hasta el día siguiente. La ventana de nuestro dormitorio, el 
único que había en ese lado de la casa, estaba sólo a escasos metros del suelo, 
por lo que decidí bajar por ella durante la noche y enterrarlo en el jardín. No 
pensé que había fracasado en mi propósito, ni que dragarían el agua sin 
encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora por cuanto yo tenía que 
dar a entender que el niño se había perdido, o lo habían raptado. Todos mis 
pensamientos se concentraban en la necesidad absorbente de ocultar lo que había 
hecho.
 No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de 
hombre capaz de concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño se 
había perdido, cuando ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me 
aferraba tembloroso a cada uno de los que se acercaban. Lo enterré aquella 
noche. Cuando separé los matorrales y miré en la oscura espesura vi sobre el 
niño asesinado una luciérnaga, que brillaba come el espíritu visible de Dios. 
Miré a su tumba cuando lo coloqué allí y seguía brillando sobre su pecho: un ojo 
de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que observaran mi 
trabajo.
 Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia, 
dándole también la esperanza de que el niño fuera encontrado pronto. Supongo que 
todo aquello lo hice con apariencia de sinceridad, pues nadie sospechó de mí. 
Hecho aquello, me senté junto a la ventana del dormitorio el día entero 
observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto.
 Era un trozo de terreno que había cavado para replantarlo 
con hierba, y que había elegido porque resultaba menos probable que los rastros 
del azadón llamaran la atención. Los trabajadores que sembraban la hierba 
debieron pensar que estaba loco. Continuamente les decía que aceleraran el 
trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos, pisaba la hierba con los pies y les 
metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea antes de la noche y 
entonces me consideré relativamente a salvo.
 Dormí no como los hombres que despiertan alegres y 
físicamente recuperados, pero dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en 
los que era perseguido a visiones de una parcela de hierba, a través de la cual 
brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego la cabeza. En esos momentos 
siempre despertaba y me acercaba a la ventana para asegurarme de que aquello no 
fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así pasé la noche entre 
sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y teniendo el mismo 
sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto, pues cada sueño 
significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el niño estaba 
vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese sueño significó 
el mayor dolor de todos.
 Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente, sin 
apartar nunca la mirada del lugar que, aunque cubierto por la hierba, resultaba 
tan evidente para mí, en su forma, su tamaño, su profundidad y sus bordes 
mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó 
por encima creí que podría hundirse. Una vez que hubo pasado miré para comprobar 
que sus pies no hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se posaba allí me 
aterraba pensar que por alguna intervención extraña fuera decisivo para provocar 
el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por encima, a mí me susurraba la 
palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por ordinario o poco 
importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de vigilancia 
incesante pasé tres días.
 Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había 
servido conmigo en el extranjero, acompañado por un hermano suyo, oficial, a 
quien nunca había visto. Sentí que no podría soportar dejar de contemplar la 
parcela. Era una tarde de verano y le pedí a los criados 
que sacaran al jardín una mesa y una botella de vino. Me senté entonces, 
colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la seguridad de que nadie podría turbarla ahora sin mi conocimiento, 
intenté beber y charlar.
 Ellos me desearon que mi esposa se encontrara bien, que 
no se viera obligada a guardar cama; esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía 
decirles, con lengua titubeante, acerca del niño? El oficial al que no conocía 
era un hombre tímido que mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba 
¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí idea de que había visto allí 
algo que le hacía sospechar la verdad. Precipitadamente le pregunté si suponía 
que... pero me detuve.
 -¿Que el niño ha sido asesinado? -contestó mirándome 
amablemente-. ¡Oh, no! ¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño?
 Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar 
un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad, aunque me recorrió un 
escalofrío.
 Entendiendo equivocadamente mi emoción, ambos se 
esforzaron por darme ánimos con la esperanza de que con toda seguridad 
encontrarían niño -¡qué gran alegría significaba eso para mí!- cuando de pronto 
oímos un aullido bajo y profundo, y saltaron sobre el muro dos enormes perros 
que, dando botes por el jardín, repitieron los ladridos que ya habíamos oído.
 -¡Son sabuesos! -gritaron mis visitantes.
 ¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi 
vida hubiera visto un perro de esa raza, supe lo que eran y para qué habían 
venido. Aferré los codos sobre la silla y ninguno de nosotros habló o se movió.
 -Son de pura raza -comentó el hombre al que había 
conocido en el extranjero-. Sin duda no habían hecho suficiente ejercicio y se 
han escapado.
 Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para 
contemplar a los perros, que se movían incesantemente con el hocico pegado al 
suelo, corriendo de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas en círculo, 
lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención en todo el 
tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya habíamos oído, y 
acercando el hocico al suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá. Empezaron 
de pronto a olisquear la tierra con mayor ansiedad que nunca, y aunque seguían 
igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino 
que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que 
había entre ellos y yo.
 Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me 
hallaba y lanzaron una vez más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar las 
patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi aspecto en el 
rostro de los dos hombres que me acompañaban.
 -Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono.
 -¡No han olido nada! -grité yo.
 -¡Por Dios, apártese! -dijo el conocido mío con gran 
preocupación-. Si no, van a despedazarle.
 -¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré 
de aquí! -grité yo-. ¿Acaso los perros van a precipitar a los hombres a una 
muerte vergonzosa? Ataquémosles con hachas, despedacémoslos
 -¡Aquí hay algún misterio extraño! -dijo el oficial al 
que yo no conocía, sacando la espada-. En el nombre del rey Carlos, ayúdame a detener a este hombre.
 Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché, 
mordiéndolos y golpeándolos como un loco. Al poco rato ambos me inmovilizaron, y 
vi a los coléricos perros abriendo la tierra y lanzándola al aire con las patas 
como si fuera agua.
 ¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un 
castañeteo de dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado 
el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han 
encontrado culpable y sentenciado. No tengo valor para anticipar mi destino, o 
para enfrentarme varonilmente a él. No tengo compasión, ni consuelo, ni 
esperanza, ni amigo alguno. Felizmente, mi esposa ha perdido las facultades que 
le permitirían ser consciente de mi desgracia o de la suya. ¡Estoy solo en este 
calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré mañana!
 
 
FIN |  
| 
A Confession Found In A Prison In 
The Time of Charles II |  |