jueves, 17 de mayo de 2018

UN SOFÁ DE MENTIRAS. Por Beatriz Sanz Agulló


Un sofá de mentiras



     “Expiró como un pollito”, te susurró tu madre aquella mañana en la que se acurrucó en tu cama, su rostro cubierto en llanto. Lo primero que te vino a la mente fue la forma que habíais dejado, tu tía y tú, en aquel sofá que gritaba “nuevo”. Habías apoyado tu mano en su pecho, en un amago de abrazo, porque tú no querías abrazarla. Solo querías asegurarte de que seguía habiendo un alma ahí dentro, en aquel receptáculo que era su cuerpo. Que el débil mecanismo que lo regía seguía con su runrún.
    Pasaba tanto tiempo entre cada latido que dudabas que el siguiente fuese a llegar. Entonces te fijabas en cualquier cosa para convencerte de que seguía con vida. La mayoría de las veces era el olor, ese que normalmente se manifiesta en personas mayores, el que te recordaba que había alguien más que tú en la habitación. Se mezclaba con su aliento, que olía a acetona. Solo los vivos sienten hambre, te decías como consuelo.
    Te preguntaste si ella también se asustaba cuando su propio corazón le gastaba bromas, cuando decidía saltarse la partitura y silenciar el compás. Por eso le dabas golpecitos suaves en el torso. Esperabas que, una vez te fueras a casa, su corazón pudiera seguir tus direcciones un poco más. Al menos, hasta que estuvieras de vuelta. A veces posaba su mano, cuyas uñas se habían caído hacía meses, sobre la tuya. Te acompañaba en el ritmo, y jurabas que en esos instantes, cuando se iluminaban sus ojos, algo renacía en su interior. Incluso alguna vez llegó a preguntarte si te gustaba la música. “Toco el cello, ¿recuerdas, tía?”. Ella asentía, sin acordarse de aquellas veces en las que fue a verte tocar a la escuela. Otros días, sin embargo, su mano yacía en su regazo, yerta, incapaz de realizar movimiento alguno. En esas ocasiones tú te encargabas de pasar los insulsos canales de televisión, o de limpiarle el culo cuando lo necesitaba.
     Una vez acariciaste sus dedos deformados por el Taxol, que te recordaban a esas plantas de bambú intrincadas, aquellas con las que jugabas en su jardín cuando eras niña. Estrujaste sus manos, queriendo transmitir todos los años que a ti te sobraban y que a ella le hacían falta. Si lo deseabas con fuerza, tus primas no serían huérfanas antes de los diez años. Tu madre no perdería a su única amiga, aquella que escuchaba porque no podía hablar. Te preguntaste si el tiovivo que era el mundo dejaría de girar, una vez su cuerpo se fundiera en él. Te fijaste en la maceta que reposaba en la mesa, donde el único tallo de bambú que rescataste crecía. Después de todo, tú podrías hacer lo mismo: echar raíces con ella en aquel salón. Dejar que la luna inundase la estancia como una manta blanca, y que vuestros dedos se fundiesen poco a poco en raíces diminutas. Te preguntaste si tener un tumor era encontrar un buen día que algo ha crecido en lo más profundo de uno mismo, sin haberlo plantado ni pedido. La voluntad de tu tía era, en todo caso, que se la incinerase, y te regodeaste al pensar que los gusanos no tendrían el privilegio de devorar su cuerpo. Suspiró que le hacías daño, y que ya había visto ese programa miles de veces. Aflojaste tu agarre, pusiste cualquier cadena, y volviste a tamborilear su pecho.

     Te plantas delante de ese sofá y ella te coge de la mano. Es tu prima. Te mira, y algo extraño brilla en el fondo de su mirada. Es la comprensión de quien  ha vivido la enfermedad antes de sentirla en su propio cuerpo. Te preguntas cuál fue la célula de la mujer que te había enseñado a leer la que corrompió a las demás como un mal rumor. Si aquellas células consiguieron llegar al bebé que fue tu prima, cuando ella misma no era más que células en un útero sano aún.  Os quedáis de pie, ante la forma que crearon vuestros cuerpos en el cojín, tragando programas de gente que no alcanzaba a ver más allá de sus propios pies. Esperando una cura que no llegó. Dentro de nada el cojín se aplanará, como si ella no fuese más que una mentira infantil.
     Y, finalmente, te dices que tiene sentido. Aquella mañana en la que tu madre te dijo que tu tía había expirado como un pollito. Porque tu tía no era más que una niña cuando su pelo decidió caerse y los tubos cubrieron su tripa. Una niña recién salida del cascarón cuando la tierra se llevó sus restos.



domingo, 29 de abril de 2018

LA LIBRERÍA. Por Alejandra Santos.




LA LIBRERÍA


Un tintineo de campanillas acompañó la puerta que se abría.
-Hola...-una niña recelosa habló desde el umbral.
-Buenos días pequeña, ¿te envía tu mamá?
-No.
Una larga pausa siguió sus palabras.
-Entonces, ¿qué te trae por aquí?
-Buscaba un libro pero...
_¿Pero...?
-Lo que pasa es que no es exactamente un libro.
-¿Y qué es?
-Bueno, es un libro, pero es también una puerta.
-¿Ah sí? ¿Y adonde lleva?
-Es un secreto.
De nuevo, silencio.
-Bueno, ¿Y cuál es su título?
-No tiene.
-¿Y el autor?
-Tampoco tiene.
-Entonces, ¿qué tiene?
-Palabras, frases.
 Un suspiro escapó de los labios del librero.
-¿Y de qué trata?
-De muchas cosas.
-¿Como cuáles?
-Bueno, habla de los conejos verdes que me traen trocitos de luna por las tardes.
-¿Y algo más?
Titubeó.
-También de los árboles que trepan hasta las estrellas para probar la mantequilla y ...
Se interrumpió bruscamente y no dijo nada en los minutos siguientes. El librero 
finalmente habló:
-Bueno, veré si encuentro algo que te sirva.
Cogió una escalera y subió trabajosamente hasta un rincón remoto de la estantería 
del fondo. Sacó un tomo antiguo, encuadernado en cuero y se lo acercó al mostrador. 
La niña lo cogió, arrebatándoselo de las manos y salió corriendo sin pagar.

jueves, 15 de marzo de 2018

LA CANCIÓN DEL MAR. Por Marina Boil






Marina Boil es nueva en el taller juvenil. Adivinad cuál de las dos personas es.







Su voz me persigue, el agua se ha convertido en nuestro mundo.

 Esa criatura me entrega de nuevo las partituras de algas que llevan su nombre.

 —¡Eh tu axolotl! —le grito a la criatura antes de que se sumerja en el mar- , dile que la estaré esperando esta noche en nuestra cueva.

  Y el animal, sin más contestación que un movimiento de cabeza, vuelve a hundirse en el océano.

La noche es fría y el agua me hiela los pies, la luna riela en el agua dándole un aspecto mágico. Decido sacar la flauta de mi bolsillo y comienzo a dar vida a las notas de su canción.
Y entonces la veo, veo a la joven de piel escamosa y azulada que vive bajo las olas y escribe canciones con la seda de las algas.

Sus delicados dedos unidos por membranas acarician mi piel. Observo con asombro cómo su aleta se convierte en piernas, me apresuro a cogerla en brazos, andar nunca ha sido lo suyo. Tras dejarla sobre la arena y mirarme con sus ojos verde mar, pronuncia las palabras que ansío escuchar:

—Tócala otra vez.

Y la música nos envuelve mientras observo a la mujer de cabellos esmeralda que ama el mar.     

lunes, 5 de marzo de 2018

FUERZA INTERIOR, Por Lucía García

¿No te acuerdas de aquella época en la que tu vida cambió? Ese instante en el que todo te resultaba tan complicado. Eso que ahora te parece tan lejano ocurrió hace cuatro años, aunque quizá desde hace más tiempo sabías que iba a haber cambios bruscos en tu vida.
Ser diferente: siempre lo habías visto como algo malo. Recuerdas cómo, cada vez que volvías del colegio, le preguntabas a tu madre si a pesar de tus diferencias ibas a tener una vida normal. Desde pequeña has sido inspeccionada por desconocidos que te juzgaban, soltando frases como “Ella, con un pequeño empujón, llegará a ser igual al resto” y esas palabras sentías que te definían. Sabías que jamás serías igual, que no llegarías a la normalidad.
La gente ha dudado de tu trabajo, te han invadido con frases como “no puedes...” y te dolía que no creyesen en ti. Siempre has intentado demostrar que llegabas, costase lo que costase.
Todo eso te ha ido llenando de fuerza hasta ahora, en que has decidido no demostrarle nada a nadie que no seas tú  que  y que los “no puedo” ya no te definen.

lunes, 26 de febrero de 2018

AUTORRETRATO


INICIAMOS NUEVAS ENTREGAS DEL TALLER JUVENIL. EN ESTE CASO ES UN RELATO DE ALEJANDRO MOLINA ORTIZ, 


AUTORRETRATO






Yo era blanco y puro, sin mancha, nuevo, destinado a grandes cosas. Me imaginaba en una colección, en una catedral o de museo en museo.
Pero en su lugar me adquirió un pintor del tres al cuarto. Ese malnacido le dijo al dependiente que iba a “probar a pintar”. ¡Probar! ¿Se lo imaginan? Mi lienzo era perfecto para recibir la mayor obra de arte, pero he acabado como campo de pruebas de un aficionado.
Y ahí iba, conmigo bajo el brazo, manchándome de porquería. Al llegar a su casa me dejó en cualquier sitio y se largó. Me tuvo ahí, olvidado durante una semana, después me puso en un caballete y empezó la tortura. Me profanó de mil maneras, sin ningún talento y menos compasión. Mancilló mi preciosa tela sin piedad y me estampó encima un retrato suyo. ¡Vanidoso monstruo, horrible narcisista! Podría haber sido arte, podría haberme convertido en el centro de la creación. Y en su lugar quedé como una aberración decorando el hogar de ese asesino. Tuvo la osadía de humillarme colocándome en su salón, complacido ante su crimen, ignorando mi dolor.
Durante meses me exhibió como si fuera un vulgar cuadro de mercadillo. Me enseñaba a sus amigos, se reía de sus fallos y admiraba el destrozo que le hizo a mi cuerpo.
Un día, decidió que ya no me quería ver, así que optó por deshacerse de mí. Me llevó a un descampado, impasible y sin peso de conciencia. Sacó un mechero y me acercó la llama. La tela ardía rápido. Me dejó en el suelo, y cuando ya se iba,  su cuerpo también entró en llamas. Su piel se deshizo, a la vez que mi lienzo. Al poco tiempo sólo éramos dos montones calcinados. Nadie escapa a sus creaciones.

jueves, 4 de mayo de 2017

¡PASEN Y VEAN!, por Javier Sánchez Miralles



Con este relato, Javier Sánchez ha ganado el primer 
premio del concurso de relatos en su Instituto. 
No nos cansamos de decirlo. 
Estos jóvenes tienen mucho talento.
¡¡Enhorabuena!!






Agustín Villaescusa se encontraba encerrado en su caravana delante de un espejo repitiendo la misma cantinela. Vestía su sombrero de copa, su americana junto a su chaleco antes rojo y ahora rosa desabrochado y lucía sus calzoncillos.

–¡Pasen y vean, damas y caballeros! Disfruten de nuestras atracciones, de nuestra saludable comida y del único e incomparable unisarnio, mitad unicornio y mitad…– 
Al momento se le cortó la voz, su fobiafobia le impedía trabajar como es debido, hacía semanas desde su primer ataque de miedo irracional a tener miedo irracional. Cuando le ocurría esto mientras trabajaba dejaba de hablar hasta que volvía a la realidad. Se observó en el espejo distorsionado, le agrandaba desproporcionadamente su cara y las ojeras.

Empezó de nuevo con su discurso:
–¡Pasen y vean damos y caballeras! Admiren a nuestra mujer barbuda y a nuestro malacarista cuyo rostro siempre está triste porque…– 
Comprendió que se había confundido, desde que la mujer barbuda se divorció del malabarista éste no volvió a sonreír. Empezó de nuevo:
–¡Pasen y beban! Cojan el tren de la bruja desmoralizada por los insultos de los niños, conozcan a perico el payaso, deprimido por hacer siempre las mismas estupideces, vean a blancanieves y los seis acondroplásicos, el séptimo murió ¡Oh, pasen y vean! Pero solo vean, no vayan a observar nuestras miserias, no huelan demasiado o notarán nuestra peste. ¡Pasen y vean! Que la feria ha venido a su pueblo para que sean felices y nosotros no–.


Agustín finalizó su discurso. Al rato apagó la luz y se fue a la cama.

jueves, 30 de marzo de 2017

La Reina de la Roca, por SARA AYALA

    Sobre la magnífica roca se erigía ella imponente, Reina de la Roca, que extendía los brazos como si solo viviera para el sol, ese sol que gobernaba en el verano de Italia. Las sombras eran casi inexistentes. Sentada sobre el peñasco, dejó que el mar le lamiera los pies. Últimamente tenía visiones extrañas, en las que el colorido pueblo y los montes boscosos se sustituían por paredes de hormigón, y el único azul que había era un cuadrado de cielo a través de una ventana pequeña. Se relajó cuando se fijó en el mar fresco y oscuro. Siempre tenía la esperanza de que esas visiones no se repitieran y su isla se quedara con ella.
    Un joven moreno apareció a su espalda y se sentó a su lado. Ella le dio la mano.
- Vamos a pasear por la playa, su sonrisa era cálida.
    Ella se levantó para seguirlo. De súbito se encontró encerrada en otra de sus visiones. El joven ya no la sonreía. Tiraba de su mano con rudeza.
- ¿Qué te ha pasado? ¿Vamos a pasear por la playa?, dijo ella.
- No. Tienes que ir a ver al doctor.¡Vamos! 
 Su voz era ya agresiva. Entonces se fijó en su uniforme y su placa.  Aún no lo entendía. Miró hacia abajo. Llevaba puesto un mono naranja.
      -  ¿¡Y mi ropa!? ¿Dónde está?
   La expresión del policía se suavizó. Habló muy despacio, como si se dirigiera a un niño pequeño.
-   Si vienes conmigo te enseñaré dónde está tu ropa, ¿vale?
   Asintió, complacida. No la hablaba con tanta dulzura como en la playa, pero ya no era hostil. Quizá volvía a acordarse de quién era ella.
   Le siguió hasta una sala donde había un señor mayor con bata blanca. Unos hombres armados se apostaban en las esquinas. Un gran espejo cubría una pared. Sus ojos negros y brillantes le devolvieron la mirada. Su rostro ya no era saludable, sino enloquecido y demacrado.
  -  Siéntate – ordenó el médico - . Explícame que te pasa.
  -  Yo solo quiero volver a la playa. No sé por qué me traen aquí. Todo el mundo parece haber olvidado…
  -  ¿Recuerdas a este hombre?¿No recuerdas quién lo asesinó?- Le mostró una foto.
   Un regusto ácido se extendió por su estómago. Ella amaba a ese hombre. Era su hermano. La rabia se apoderó de ella.
 -  ¿¡Quién!? 
El médico la miró de manera elocuente. Entonces ella comprendió y se buscó en el espejo. 
Todo se convirtió en un caos de sangre y cristal.