viernes, 28 de diciembre de 2012

Hay una revista literaria para jóvenes, perteneciente a la Fundación Jordi Serra i Fabra, uno de los escritores actuales más populares en literatura juvenil. Abajo podéis encontrar la revista virtual con artículos, entrevistas, recomendaciones de libros y una selección de relatos de jóvenes en función de las edades.¡Que os guste!
http://www.lapaginaescrita.com/www.lapaginaescrita.com

domingo, 23 de diciembre de 2012


LA BOLA DE SEBO
Hans Christian Andersen
(extraído del diario El País)


Hervía y bullía mientras el fuego llameaba bajo de la olla, era la cuna de la vela de sebo, y de aquella cálida cuna brotó la vela entera, esbelta, de una sola pieza y un blanco deslumbrante, con una forma que hizo que todos quienes la veían pensaran que prometía un futuro luminoso y deslumbrante; y que esas promesas que todos veían, habrían de mantenerse y realizarse.
La oveja, una preciosa ovejita, era la madre de la vela, y el crisol era su padre. De su madre había heredado el cuerpo, deslumbrantemente blanco, y una vaga idea de la vida; y de su padre había recibido el ansia de ardiente fuego que atravesaría médula y hueso… y fulguraría en la vida.
 
Sí, así nació y creció cuando con las mayores, más luminosas expectativas, así se lanzó a la vida. Allí encontró a otras muchas criaturas extrañas, a las que se juntó; pues quería conocer la vida y hallar tal vez, al mismo tiempo, el lugar dónde más a gusto pudiera sentirse. Pero su confianza en el mundo era excesiva; este solo se preocupaba por sí mismo, nada en absoluto por la vela de sebo; pues era incapaz de comprender para qué podía servir, por eso intentó usarla en provecho propio y cogió la vela de forma equivocada, los negros dedos llenaron de manchas cada vez mayores el límpido color de la inocencia, que al poco desapareció por completo y quedó totalmente cubierto por la suciedad del mundo que la rodeaba, había estado en un contacto demasiado estrecho con ella, mucho más cercano de lo que podía aguantar la vela, que no sabía distinguir lo limpio de lo sucio… pero en su interior seguía siendo inocente y pura.
Vieron entonces sus falsos amigos que no podían llegar hasta su interior, y furiosos tiraron la vela como un trasto inútil.
Y la negra cáscara externa no dejaba entrar a los buenos, que tenían miedo de ensuciarse con el negro color, temían llenarse de manchas también ellos… de modo que no se acercaban.
La vela de sebo estaba ahora sola y abandonada, no sabía qué hacer. Se veía rechazada por los buenos y descubría también que no era más que un objeto destinado a hacer el mal, se sintió inmensamente desdichada porque no había dedicado su vida a nada provechoso, que incluso, tal vez, había manchado de negro lo mejor que había en torno suyo, y no conseguía entender por qué ni para qué había sido creada, por qué tenía que vivir en la tierra, quizá destruyéndose a sí misma y a otros.
Más y más, cada vez más profundamente reflexionó, pero cuanto más pensaba, tanto mayor era su desánimo, pues a fin de cuentas no conseguía encontrar nada bueno, ningún sentido auténtico en su existencia, ni lograba distinguir la misión que se le había encomendado al nacer. Era como si su negra cubierta hubiera velado también sus ojos.
Mas apareció entonces una llamita: un mechero; este conocía a la vela de sebo mejor que ella misma; porque el mechero veía con toda claridad -a través incluso de la cáscara externa- y en el interior vio que era buena; por eso se aproximó a ella, y luminosas esperanzas se despertaron en la vela; se encendió y su corazón se derritió.
La llama relució como una alegre antorcha de esponsales, todo estaba iluminado y claro a su alrededor, e iluminó al camino para quienes la llevaban, sus verdaderos amigos… que felices buscaban ahora la verdad ayudados por el resplandor de la vela.
Pero también el cuerpo tenía fuerza suficiente para alimentar y dar vida al llameante fuego. Gota a gota, semillas de una nueva vida caían por todas partes, descendiendo en gotas por el tronco cubierto con sus miembros: suciedad del pasado.
No eran solamente producto físico, también espiritual de los esponsales.
Y la vela de sebo encontró su lugar en la vida, y supo que era una auténtica vela que lució largo tiempo para alegría de ella misma y de las demás criaturas.

miércoles, 19 de diciembre de 2012



El altillo Mario Benedetti

Está allá arriba. Lo veo desde aquí. Siempre quise un altillo. Cuando tenía nueve años, cuando tenía doce. Lo veo desde aquí y es bueno saber que existe. Tiene la luz encendida. Es una bombilla de cien bujías, pero desde el patio la veo apenas como un resplandor. Siempre quise un altillo, para escaparme. ¿De quién? Nunca lo supe. Francamente, yo quisiera saber si todos están seguros de quién escapan. Nadie lo sabe. Puede ser que lo sepa un ratón, pero yo creo que un ratón no es lo que el doctor llama un fugitivo típico. Yo sí lo soy. Quise un altillo como el de Ignacio, por ejemplo. Ignacio tenía allí libros, almanaques, mapas, postales, álbumes de estampillas. Ignacio pasaba directamente del altillo a la azotea, y desde allí podía dominar todas las azoteas vecinas, con claraboyas o sin ellas, con piletas de lavar ropa o macetas en los pretiles. En ese momento ya no tenía ojos de fuga sino de dominador. Dominar las azoteas es aproximadamente lo mismo que dominar las intimidades. La gente cuelga allí la ropa interior, amontona trastos viejos, toma el sol sin pedantería, hace gimnasia para sí misma y no para las muchachas, como sucede en la playa. La azotea es como una trastienda. Claro que hay azoteas que tienen perros y eso es un inconveniente; pero siempre queda el recurso de tirarles piedras o simplemente espantarlos con gritos. De todos modos, ni a Ignacio ni a mí nos gustaba que un perro nos estuviera mirando. Una azotea con perro pierde su soledad y entonces no sirve, especialmente si el perro tiene ojos de persona. A mí ni siquiera me gustan los perros con ojos de perro. Los gatos me importan menos. Son como un decorado y nada más. Puedo sentirme perfectamente solo con el cielo, un avión, una cometa y un gato. Incluso con Ignacio podía sentirme casi solo. Sería tal vez porque no hablaba. Tomaba los gemelos de teatro, miraba detenidamente la azotea de los Risso, y una vez que se cercioraba de que ni Mecha ni Sonia habían subido todavía, entonces me los alcanzaba a mí, y yo miraba detenidamente hacia la azotea de los Antuña hasta cerciorarme de que ni Luisa ni Marta habían subido. Siempre quise un altillo. El de Ignacio era un lindo altillo, pero tenía el inconveniente de que no era mío. Ya sé que Ignacio nunca me hizo sentirme extranjero, ni intruso, ni enemigo, ni pesado, ni ajeno; pero yo sentía todo eso por mí mismo, sin necesidad de que nadie me lo recordara. Para huir, para escapar de algo que uno no sabe bien qué es, hay que hacerlo solo. Y cuando escapaba (por ejemplo, cuando hice añicos los anteojos de mi tía y los tiré por el water y ella perdió todo su aplomo y se puso furiosa y me gritó tarado de porquería, linda consecuencia de las borracheras de tu padre, aunque según el doctor no es seguro que mi atraso tenga que ver con las papalinas de mi viejo, que en paz descanse) y cuando yo escapaba al altillo de Ignacio para estar solo, no podía estar solo, porque claro, estaba Ignacio. Y también
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a veces el perro del vecino, que es de los que miran con ojos de persona. Todo eso a los doce años y también a los nueve. A los trece se acabó el altillo porque empecé a ir al colegio de fronterizos. No recuerdo nada de lo que hice en el colegio. Hay que ver que fui solamente por tres días; después me pegó el grandote malísimo y estuve mucho tiempo en cama sin poder abrir este ojo que ahora abro, y además conteniendo la respiración. Todo debido a la costilla rota, claro. Pero al final tenía que respirar porque me ponía colorado, colorado, primero como un tomate y después como una remolacha. Entonces respiraba y el dolor era enorme. Se acabó el colegio de fronterizos, dijo mi tío. Después de todo es casi normal, dijo mi tía. Yo estaba agachado y de pronto sentí el frío de la llave en el ojo. Me aparté de la cerradura y me puse el camisón. Ella vendrá a enseñarte aquí desde mañana, dijo mi tía, antes de arroparme y darme un beso en la frente. Yo no tenía todavía mi altillo, ni tampoco podía ir al de Ignacio porque su papá se peleó con mi tío, no a las trompadas sino a las malas palabras. Ella vino a enseñarme todas las mañanas. No sólo me enseñaba las lecciones. También me enseñaba unas piernas tan peludas que yo no podía dejar de mirarlas. Le advertí que yo era casi normal y ella sonrió. Me preguntó si había alguna cosa que me gustaba mucho, y yo dije que el altillo. Enseguida me arrepentí porque era como traicionar a Ignacio, pero de todos modos ella lo iba a saber porque su mirada era de ojos bien abiertos. Yo creo que nunca cerraba los ojos, o quizá pestañeaba en el instante que yo también lo hacía. Algunas veces yo demoraba más, a propósito, pero ella se daba cuenta de mi intención y también demoraba su pestañeo, y tal vez luego parpadeaba junto conmigo porque nunca le vi cerrar los ojos. Mejor dicho, la vi una sola vez, pero ésa no vale porque estaba muerta. Los ex alumnos le llevamos un ramo de flores. Yo era ex alumno pero no la quería demasiado. Quería sus piernas, eso sí, porque eran peludas, pero la persona de ella también tenía otras partes. Así que sólo duró un mes y medio. Una lástima porque había mejorado mucho, dijo mi tía. Ya sabía la tabla del ocho, dijo mi tío. Yo sabía también la del nueve, claro que nunca dije nada porque algún secreto hay que tener. Yo no sé cómo hay gente capaz de vivir sin secretos. Ignacio dice que el secreto más secreto de sus secretos es que. Pero yo no lo voy a decir porque le juré no comunicarlo a nadie. Fue sobre el perro muerto que lo juré. No sé exactamente cuándo. Siempre se me mezclaron las fechas. Acabo de hacer algo y sin embargo me parece muy lejano. En cambio, hay ocasiones en que una cosa bien antigua, me parece haberla hecho hace cinco minutos. A veces puedo saber cuándo, sobre todo ahora que mi tío me regaló el reloj que fue de mamá que en paz descanse. Pobrecito, así se entretiene, dijo mi tía. Pero yo no quiero entretenerme, es decir no quería, porque eso fue a los doce años y ahora tengo veintitrés, me llamo Albertito Ruiz, vivo en Solano Antuña cinco seis nueve, mi tío es el señor Orosmán Rivas y mi tía la señora Amelita T. de Rivas. La T. es de Tardáguila. Al fin conseguí el altillo. Para mí solo. Loo conseguí ayer, anteayer, o hace cinco años. No me importa el plazo. Mi altillo está. Lo veo desde aquí. Siempre quise mi altillo. Dice el doctor que no es
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exactamente un fronterizo, suspiró mi tía, y por el ojo de la cerradura yo vi exactamente su suspiro, o sea cómo se levantaba la pechera y luego bajaba, cómo se levantaba el collar con la crucecita y luego bajaba. Luego bajaba del altillo y mi tío estaba tomando mate y preguntaba qué tal. Lindo, dije. Mi altillo tiene una portátil con una bombilla que oficialmente es de setenta y cinco bujías. Yo hice trampa y le puse una de cien bujías, pero la tía cree que es una de setenta y cinco. A veces me molesta en los ojos tanta luz. El tío se dio cuenta de que, aunque en la bombilla dice setenta y cinco, en realidad es de cien bujías, pero yo sé que no me va a denunciar frente a la tía, porque en su mesa de noche él también tiene una de setenta y cinco cuando la tía le ha dado permiso para tener una de cuarenta bujías. Bujías quiere decir bichitos. Si Ignacio no hubiera venido hace un rato, yo estaría ahora en el altillo. Pero vino y hacía muchos años que no lo veía. Él dijo que once. Yo supe que se habían mudado y que él no tenía más altillo. Hola, dijo. Ignacio nunca habló mucho, ni siquiera en la época que tenía su altillo y estaba tan orgulloso. Ahora yo tengo el mío. De tarde me gusta salir a la azotea y por suerte aquí no hay perros con mirada de persona. Hay uno chiquito en la azotea de Terneiro, uno chiquito que se llama Goliat, pero ése tiene mirada de perro así que no me preocupa tanto. Hola, dije yo también. Pero me di cuenta a qué venía. Enseguida me di cuenta. Él dijo que hacía once años que no nos veíamos y que estaba en tercero de Facultad. Me pareció que tenía bigote. A mí no me crece el bigote. Tu tío me dio permiso para que viniera a verte, dijo para disimular. Dice tantas macanas mi tío. Se acercó a la ventana. Miró el cielo. También el cielo lo miró a él. Paf. Qué tal, me preguntó mi tío cuando bajé. Lindo, dije. Yo dejé la luz encendida y desde aquí veo el resplandor. A mí no me va a quitar nadie el altillo. Nunca. Nadie. Nunca. Yo a él no lo traicioné y ahora viene y se pone el muy falluto a mirar disimuladamente el cielo. Todos sabemos que él perdió su altillo, pero yo no tengo la culpa. Qué tal, preguntó mi tío. Lindo, dije. La luz está encendida, la bombilla de cien bujías, pero estoy seguro que a Ignacio no le molesta, porque antes de bajar dije perdón y le cerré los ojos.

domingo, 9 de diciembre de 2012


Rojo III
Alex Millán

Rojo. Fue el primer pensamiento que tuve cuando me acerqué al colegio. Abandonado desde hacía años, cuando el fuego lo devoró. Dentro, el aroma a putrefacción, y las paredes viscosas por capas de desechos sedimentados por el tiempo. Ya no había aulas, solo salas vacías donde se amontonaban los restos calcinados de mi juventud. Oí los gritos de mis compañeros que resonaban por las estancias, y el rojo, el rojo que se los tragaba.
     Afuera comenzó a llover mientras, a los lejos, el sol era engullido por las montañas. Ya era hora de volver. Un grito me taladró los oídos. Había sido real, no un recuerdo de mi imaginación. La oscuridad iba invadiendo el edificio. No  tenía que haberme quedado tanto tiempo allí. Me daba lo mismo quién hubiese gritado, el pánico me invadió y solo pensé en salir. Corrí, pero en vez de la puerta principal me encontré con un muro. Di la vuelta. Ese no era el pasillo de la entrada. Oí otro grito. No veía nada, solo me lancé por el primer sitio que encontré.  Pasos corriendo. Venían de donde yo había estado. Encendí la linterna de mi llavero e iluminé a los lados.
    Entonces fui yo el que grité. Un cuerpo calcinado se encontraba delante mio. Torcí el pasillo y seguí sin mirar atrás. Un olor a quemado me llegó y frente a mí vi la luz de unas llamas. Volví a girar para alejarme de ellas, pero llegué a lo que había sido el auditorio. El fuego lamía las paredes y el suelo y, acorralados, mis antiguos compañeros chillaban. Sentí el calor que me rodeaba. A mi espalda, los pasos aumentaban en número. Salí de allí, pero las llamas me rodeaban, y el humo no me dejaba respirar.

Mis antiguos compañeros salieron del fuego y se me acercaron. Desde el pasillo los pasos se transformaron en mis antiguos profesores.
Entonces el fuego entró en mí.

Rojo II
Alex Millán

Corro. Detrás de mí, el calor. Pasos. Más rápido. Gritos que me llaman. Chillidos. No puedo más. Me caigo mientras el rojo me atraviesa.
      Estoy jadeando. Me siento contra la pared, todavía con el corazón acelerado. Eso pasó hace muchos años. Me cambio para irme al trabajo cuando suena el despertador. No sé ni para qué lo tengo. Todas las mañanas son iguales.

Vuelvo agotado. No puedo hacer nada más que sentarme en el sofá. Oigo pasos. Serán los de al lado que han vuelto de ir al supermercado. Los vuelvo a oír. Parece que vienen de dentro de mi casa. Me levanto y miro. No hay nadie. Me habré equivocado.
         Un chispazo. El rojo se acerca a mí. Corro. El calor en mi piel. Gritos que me llaman. Chillidos. El rojo me alcanza.

Un nuevo día. Mientras bajo las escaleras a la calle, oigo pasos.

-¡Espera Nicolás! ¡Espera!
Me giro. No hay nadie.

-¿Sí?- Respondo
Nadie me contesta. <<Tonterías>> pienso.

El rojo me rodea. Salgo del edificio. Corro. Chillidos. Una barrera roja ante mí. A la derecha. Otra de frente. Media vuelta. Otra. El rojo me consume.
Al lado de mi cama oigo pasos. Enciendo la luz a toda prisa. Nadie. Vienen del pasillo. Una voz me llama. Chillidos. Salgo corriendo de la casa todavía en calzoncillos. Cuando los ruidos se callan vuelvo a entrar. Me cambio, y salgo inmediatamente. El médico me dice que me tome unas pastillas y vuelva a casa, por ahora, y que si continúan las voces, que vuelva a ir.

Es la primera noche en más de quince años que no tengo esa pesadilla. Será por las pastillas. Son las primeras que consiguen que se me vayan los sueños. Me estoy cambiando cuando empiezo a sentir calor. Las paredes están rojas. Salgo corriendo y me subo al coche.

Rojo I
Alex Millán

              Lo odiaba. Odiaba ese edificio gris al que tenía que ir durante el resto del verano. ¿Por qué entre todos mis amigos yo era el único idiota que seguía en Madrid? Oí la voz de mi padre en mi cabeza: “El chino es el futuro, tienes que aprenderlo”. ¿Por qué no entendía que no se me daba bien? Cuando llevas tres veranos seguidos haciendo el mismo curso, matándote a estudiar, pero suspendiendo, significa que se te da mal, y no hay más remedio.
              Y allí estaba. Nueva academia, nuevo profesor, nuevos compañeros, pero mismo curso. El profesor comenzó a hablar. ¿Qué estaba diciendo? No le entendía. Nos pasó una hoja. ¿Qué quiere que hagamos con ella? Miré desalentado al vacío mientras el resto de mis compañeros empezaban a escribir como locos. Llegué agotado a mi casa al acabar las cinco horas de clase.
              El verano proseguía mientras me desesperaba. No, este año no podía volver así. Compré varias latas de gasolina y me las metí en la mochila. Al día siguiente llegué tarde, pero no me dirigí al aula. Rocié una sala vacía y todo el pasillo con el líquido. Después, una cerilla. Cuando las alarmas comenzaron a pitar, me uní a la avalancha de personas que salían, y me senté en un banco a la espera de los bomberos. Cuando llegaron, el edificio estaba acabado. La parte derecha se mantenía todavía intacta, pero de la izquierda solo quedaban restos. La estructura de piedra se había mantenido, pero el fuego se había comido el suelo y las paredes que se veían desde fuera estaban negras.
               Lentamente, me dirigí hasta el metro