jueves, 4 de mayo de 2017

¡PASEN Y VEAN!, por Javier Sánchez Miralles



Con este relato, Javier Sánchez ha ganado el primer 
premio del concurso de relatos en su Instituto. 
No nos cansamos de decirlo. 
Estos jóvenes tienen mucho talento.
¡¡Enhorabuena!!






Agustín Villaescusa se encontraba encerrado en su caravana delante de un espejo repitiendo la misma cantinela. Vestía su sombrero de copa, su americana junto a su chaleco antes rojo y ahora rosa desabrochado y lucía sus calzoncillos.

–¡Pasen y vean, damas y caballeros! Disfruten de nuestras atracciones, de nuestra saludable comida y del único e incomparable unisarnio, mitad unicornio y mitad…– 
Al momento se le cortó la voz, su fobiafobia le impedía trabajar como es debido, hacía semanas desde su primer ataque de miedo irracional a tener miedo irracional. Cuando le ocurría esto mientras trabajaba dejaba de hablar hasta que volvía a la realidad. Se observó en el espejo distorsionado, le agrandaba desproporcionadamente su cara y las ojeras.

Empezó de nuevo con su discurso:
–¡Pasen y vean damos y caballeras! Admiren a nuestra mujer barbuda y a nuestro malacarista cuyo rostro siempre está triste porque…– 
Comprendió que se había confundido, desde que la mujer barbuda se divorció del malabarista éste no volvió a sonreír. Empezó de nuevo:
–¡Pasen y beban! Cojan el tren de la bruja desmoralizada por los insultos de los niños, conozcan a perico el payaso, deprimido por hacer siempre las mismas estupideces, vean a blancanieves y los seis acondroplásicos, el séptimo murió ¡Oh, pasen y vean! Pero solo vean, no vayan a observar nuestras miserias, no huelan demasiado o notarán nuestra peste. ¡Pasen y vean! Que la feria ha venido a su pueblo para que sean felices y nosotros no–.


Agustín finalizó su discurso. Al rato apagó la luz y se fue a la cama.

jueves, 30 de marzo de 2017

La Reina de la Roca, por SARA AYALA

    Sobre la magnífica roca se erigía ella imponente, Reina de la Roca, que extendía los brazos como si solo viviera para el sol, ese sol que gobernaba en el verano de Italia. Las sombras eran casi inexistentes. Sentada sobre el peñasco, dejó que el mar le lamiera los pies. Últimamente tenía visiones extrañas, en las que el colorido pueblo y los montes boscosos se sustituían por paredes de hormigón, y el único azul que había era un cuadrado de cielo a través de una ventana pequeña. Se relajó cuando se fijó en el mar fresco y oscuro. Siempre tenía la esperanza de que esas visiones no se repitieran y su isla se quedara con ella.
    Un joven moreno apareció a su espalda y se sentó a su lado. Ella le dio la mano.
- Vamos a pasear por la playa, su sonrisa era cálida.
    Ella se levantó para seguirlo. De súbito se encontró encerrada en otra de sus visiones. El joven ya no la sonreía. Tiraba de su mano con rudeza.
- ¿Qué te ha pasado? ¿Vamos a pasear por la playa?, dijo ella.
- No. Tienes que ir a ver al doctor.¡Vamos! 
 Su voz era ya agresiva. Entonces se fijó en su uniforme y su placa.  Aún no lo entendía. Miró hacia abajo. Llevaba puesto un mono naranja.
      -  ¿¡Y mi ropa!? ¿Dónde está?
   La expresión del policía se suavizó. Habló muy despacio, como si se dirigiera a un niño pequeño.
-   Si vienes conmigo te enseñaré dónde está tu ropa, ¿vale?
   Asintió, complacida. No la hablaba con tanta dulzura como en la playa, pero ya no era hostil. Quizá volvía a acordarse de quién era ella.
   Le siguió hasta una sala donde había un señor mayor con bata blanca. Unos hombres armados se apostaban en las esquinas. Un gran espejo cubría una pared. Sus ojos negros y brillantes le devolvieron la mirada. Su rostro ya no era saludable, sino enloquecido y demacrado.
  -  Siéntate – ordenó el médico - . Explícame que te pasa.
  -  Yo solo quiero volver a la playa. No sé por qué me traen aquí. Todo el mundo parece haber olvidado…
  -  ¿Recuerdas a este hombre?¿No recuerdas quién lo asesinó?- Le mostró una foto.
   Un regusto ácido se extendió por su estómago. Ella amaba a ese hombre. Era su hermano. La rabia se apoderó de ella.
 -  ¿¡Quién!? 
El médico la miró de manera elocuente. Entonces ella comprendió y se buscó en el espejo. 
Todo se convirtió en un caos de sangre y cristal.



lunes, 13 de marzo de 2017

Igual a los demás. Por Alejandro Molina

Parecía vivir en un verano perpetuo. Solo se abrigaba con una chaqueta fina y una radiante sonrisa. Al salir de casa empezaba a silbar cualquier melodía o cantaba como si quisiera ver el sol y, cuando llovía, salía a la calle para saltar y empaparse.
Pese a esta extraña y casi infantil personalidad, no faltaba día que no tuviera alguna idea ingeniosa en la que era capaz de estar  trabajando entre teoremas y café.
A veces sentía la necesidad de huir, se escapaba a algún lugar que solo él conocía y a las pocas semanas estaba de vuelta, sonriente como de costumbre, acompañado por una historia nueva que contar.
Pero una mañana, por simple curiosidad, decidió frenar su melodía para mirar alrededor. Y lo que vio le petrificó; nunca antes se había fijado en lo que le rodeaba y, ahora que se paraba a verlo, algo se rompió en su interior.  Se encontraba en una calle gris, donde personas  consumidas paseaban con el peso de la realidad sobre sus hombros. Y levantó la vista y solo pudo ver edificios  y una bóveda gris.
Se quedó horas ahí parado, sumido en sí mismo mientras su mundo se caía a pedazos.
Volvió a su piso en busca de refugio y, al asomarse por la ventana, observó una realidad peor de la que se veía en la acera: aquellas personas  no tenían cerebro. Un corte perfecto a la altura de la parte más alta de la frente dejaba ver un hueco donde normalmente debería estar el preciado órgano. No se lo creyó hasta que lo verificó un par de veces.
Se pasó el día pegado a la ventana, sumido en hipótesis y preguntas, hasta que sonó una alarma y todos volvieron a sus casas.  La ciudad gris se sumió en un silencio sólo roto por el ruido de algún camión militar o el grito de un oficial.
Los días siguientes los pasó cantando en busca de un síntoma de lucidez en los rostros de esas personas. Aunque por mucho que lo intentase nada parecía funcionar. Era la primera vez que se atrancaba de esa forma con un problema. Aun así, no conseguía resolver ese acertijo indescifrable:  la solución a un mundo gris.
Hasta que un día se presentaron en su puerta cuatro hombres uniformados y le llevaron a una plaza atestada de gente.
No tardaron mucho.
Él blandió su mejor sonrisa, había cumplido.
Fue un tajo limpio.

Hubo muchos aplausos de la gente gris.

martes, 7 de febrero de 2017

NOSTALGIA SOBRE RUEDAS. Por Lucía García Díaz-Miguel

Todavía recuerdo el primer día en el que llegué a su casa. Un señor barbudo que vestía un jersey negro y olía a perfume con aroma a naranja, tocaba mi manillar con delicadeza mientras me dirigía por los estrechos pasillos de la tienda.
En su mirada se apreciaba la prisa por llegar y también una expresión enigmática que no pude descifrar, como si no quisiera que nadie se enterase de mi existencia, parecido a un plan secreto que se cuentan los hermanos para ocultar a sus padres lo que han hecho.
 Descifré las intenciones que tenía aquel hombre que me había apartado de la tienda. Fue un día de Reyes en el que conocí a Adam, un chico atlético de 11 años con una brillante sonrisa y un gusto apasionante por el arte. Nos hicimos amigos enseguida.
Tanto en verano como en invierno disfrutábamos de aventuras por el parque del Retiro o por calles totalmente nuevas para mí, compartíamos momentos íntimos y parecíamos uña y carne. Cuando no estaba, sentía una soledad tremenda porque con él me divertía, aunque mis ruedas rozasen el barro de un día de lluvia o mis pedales se enredasen poco a poco con la hierba.
Él tocaba mis pedales y era como si estuviese volando por el cuadro de La noche estrellada de Van Gogh, mientras soñábamos que podíamos conseguirlo todo.
Pero todo eso se acabó cuando fue creciendo,  no le quedaba tiempo para vivir aventuras conmigo y le venía pequeño.
Sentí su pérdida, mirando mis ruedas desgastadas llenas de experiencias muy divertidas y recuerdos, como aquella vez que después de un día lluvioso me limpió el sillín al ritmo de  rock.
Vivía con la esperanza de que algún día volviera a mí y se adentrara  en aventuras, como  cuando era pequeño y pintaba en mis barras  fragmentos de La noche estrellada, su cuadro favorito.


Pero no. Ya era mayor, aunque seguía interesado en el arte, el teatro y la música, con la misma intensidad que cuando le conocí. 
Había que despedirse, me quedaría en el desván esperando a que viniese un niño nuevo a la familia, para volver a jugar y explorar mil sitios distintos…¡Cada persona es un mundo!

miércoles, 11 de enero de 2017

http://www.premioiasaascensores.com/#presentacion
Concurso de microrrelatos

II PREMIO
DE MICRORRELATO
IASA ASCENSORES


maldito escalón


 

En IASA Ascensores continuamos apostando por elevar sueños a través de la cultura. Convocamos de nuevo el Premio de Microrrelato IASA Ascensores con la vocación de permanecer en las letras españolas y elaborar un proyecto de prestigio. Nos hemos rodeado de un jurado que es referencia en la literatura en español (Leonardo Padura, Fernando Iwasaki, Antonio Chicharro Chamorro, Espido Freire) y que es el símbolo de seriedad y calidad que posee este premio de carácter bienal. Seguimos elevando sueños, compartiendo sueños.

Dotación: 3.000 euros
Participación: hasta el 15 de marzo de 2017
Jurado: Leonardo Padura, Fernando Iwasaki,
Antonio Chicharro Chamorro, Espido Freire
Entrega: Escuela de Estudios Árabes

martes, 10 de enero de 2017

Cierro los ojos. Por Javier Sánchez Miralles


Tic, tac, tic… ¡Malditos ingleses! Tengo que dormir y me dan una habitación con un reloj de pared. Me hago al sonido del reloj, me envuelve, ya casi ni lo oigo, ha desaparecido. Crung, crung, crung… Estúpidos ingleses, a estas horas andando por el pasillo de madera del hotel. El reloj ya lleva 1348 tics y 1349 tacs. Oigo al péndulo moviéndose de un lado a otro. Los del pasillo se van alejando. El sonido vuelve a disiparse.


Cierro los ojos, todo vuelve a la calma, ya casi sueño con las vacaciones que me daré después del trato de mañana con los ingleses. ¡Asquerosos ingleses! El ruido producido por la cadena del baño compartido me ha despertado, una peste llega a mi cuarto. Clin, clin, clin… ¡Qué cabrón el del baño! Ha dejado el grifo abierto. El agua cae a un tempo inestable, diferente al del puñetero reloj al que vuelvo a escuchar. Mi nariz se acostumbra al olor, mi cuerpo al colchón, a mis orejas las he mandado a otro lugar, a Japón. Ya nada puede desper…¡Me cago en la reina de Inglaterra y en todos sus vasallos! ¿Por qué a estas horas alguien toca un la a 440 hercios con una maldita tuba? ¡Qué sinvergüenzas! Además el de abajo ataca a mi suelo con un palo de escoba, cree que soy yo el idiota de la tuba. Las gotas vuelven a caer, los pasos a crujir y el reloj sigue tic, tac, tic… Veo algo de luz que se cuela por una ventana, está abierta. Tengo que dormir. El ruido me come la cabeza. Cierro los ojos por penúltima vez. Tic, tac, tic, DONG, DONG, DONG… Las doce, son las doce, el reloj se ríe de mí, cuatro, cinco, seis veces, siete, me levanto, ocho, nueve, voy a la ventana, diez once, cierro los ojos. Ya no oigo al reloj.