domingo, 9 de diciembre de 2012


Rojo I
Alex Millán

              Lo odiaba. Odiaba ese edificio gris al que tenía que ir durante el resto del verano. ¿Por qué entre todos mis amigos yo era el único idiota que seguía en Madrid? Oí la voz de mi padre en mi cabeza: “El chino es el futuro, tienes que aprenderlo”. ¿Por qué no entendía que no se me daba bien? Cuando llevas tres veranos seguidos haciendo el mismo curso, matándote a estudiar, pero suspendiendo, significa que se te da mal, y no hay más remedio.
              Y allí estaba. Nueva academia, nuevo profesor, nuevos compañeros, pero mismo curso. El profesor comenzó a hablar. ¿Qué estaba diciendo? No le entendía. Nos pasó una hoja. ¿Qué quiere que hagamos con ella? Miré desalentado al vacío mientras el resto de mis compañeros empezaban a escribir como locos. Llegué agotado a mi casa al acabar las cinco horas de clase.
              El verano proseguía mientras me desesperaba. No, este año no podía volver así. Compré varias latas de gasolina y me las metí en la mochila. Al día siguiente llegué tarde, pero no me dirigí al aula. Rocié una sala vacía y todo el pasillo con el líquido. Después, una cerilla. Cuando las alarmas comenzaron a pitar, me uní a la avalancha de personas que salían, y me senté en un banco a la espera de los bomberos. Cuando llegaron, el edificio estaba acabado. La parte derecha se mantenía todavía intacta, pero de la izquierda solo quedaban restos. La estructura de piedra se había mantenido, pero el fuego se había comido el suelo y las paredes que se veían desde fuera estaban negras.
               Lentamente, me dirigí hasta el metro

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