lunes, 14 de noviembre de 2011


Total, uno más…
Por Diego Sainz de Medrano

Sin previo aviso se apagó la luz y, como
había bajado las persianas, se quedó todo a oscuras. Paró de inmediato, alerta,
pero no se oyó nada extraño. Siguió avanzando con más discreción, si cabía.
Tras dar dos pasos más sintió cómo su pie
se topaba con algo blando. Trató de echarse atrás, pero perdió el equilibrio e
instintivamente lo apoyó un poco más adelante. Un intenso crujido de huesos
le hizo estremecerse.
Dedujo que había llegado a la alfombra,
donde los tres cuerpos desnudos estaban apilados. El fluido escarlata seguía
saliendo de la última mujer. El charco llegaba casi hasta la puerta
de la cocina, así que no tuvo más remedio que atravesarlo, pisando con infinito
cuidado para no mancharse los pantalones.
Abrió el congelador y una oleada de aire
pútrido le golpeó. Las otras dos cabezas aún no se
habían congelado, y un denso líquido encharcaba el recipiente. Metió la
que tenía en la mano, que era rubia y con los ojos bizcos por el shock. Se
apresuró a cerrar la puerta.
Levantó los plomos en el recibidor, y vio con disgusto las huellas que
había ido dejando. Con la precaución de no pisarlas, se quitó las botas y las
arrojó a una esquina. Se encaminó a su cuarto y se cambió de ropa, ansioso por
salir de allí.
Cerró con llave y bajó a la calle, en la
que todavía había algunos transeúntes. Se acercó a un joven que chateaba con el
móvil y le preguntó:
-Disculpe, joven, ¿le importaría decirme dónde está la ferretería más
cercana?
-¿Mande?
-La ferretería. Si no le importa.
-¿La ferretería? A saber… ¿pero es la ferretería o la biblioteca? Hay una
por ahí.
-Dije la ferretería. Por favor, es importante.
-¿Y a qué tanta prisa?
-¿Perdón?
-No sé, digo, que por qué vas a una ferretería. ¿Quién quiere tornillos?
-Oiga, si no lo sabe, por favor, dígamelo.
-¡Eh, eh, eh! Conmigo menos, ¿eh? ¿Qué pasa, te crees muy “guay” así, por
la calle, o qué?
Con un suspiró de exasperación se alejó con paso rápido. Aún alcanzó a
oírle decir:
-Vaya pardillo.
Por un segundo tuvo la tentación de volverse, sacar la navaja y apuñalarlo
allí mismo, en plena calle, y sacarle los intestinos para enseñárselos.
Total, uno más…

domingo, 13 de noviembre de 2011

AMBROSE BIERCE



Las
pesadillas de Ambrose Bierce

Narrativa.
Ambrose Bierce no amaba a la humanidad. "Especie animal tan sumida en la
ensimismada contemplación de lo que piensa que es, que a menudo se olvida
plantearse lo que evidentemente debiera ser", reza la definición de "hombre" en
su notorio Diccionario del Diablo. Y continúa: "Su principal ocupación es
el exterminio de otros animales y de su propia especie, la cual, sin embargo, se
sigue procreando con tal rapidez como para poblar y destruir todas las zonas
habitables del planeta y Canadá". La biografía de Bierce confirma estos
prejuicios. Aunque no conocemos ni el lugar ni la fecha de su muerte, sabemos
que Ambrose Bierce nació en una cabaña en el Estado de Ohio el 24 de junio de
1842. Su padre, Marco Aurelio Bierce, era un granjero pobre, un calvinista
fervoroso y excéntrico, el dueño de una excelente biblioteca, un alucinado que
creía haber sido el secretario privado de un presidente americano cuyas
indiscreciones contaba en las veladas familiares. Tuvo diez hijos (tres de los
cuales murieron al poco de nacer), a todos los cuales bautizó con un nombre que
empezaba por la letra A. La excentricidad del padre fue heredada por sus
descendientes. Uno de los hermanos de Bierce huyó de casa y trabajó de hombre
fuerte en un circo; una hermana viajó a África donde trató de convertir a una
tribu de caníbales al calvinismo y donde (cuenta la leyenda) acabó siendo su
cena. Bierce estudió en el Instituto Militar de Kentucky. A co mienzos de la
guerra civil americana entró como tambor en el Ejército nordista (aunque el
lector siente que sus simpatías están del lado de los apasionados sudistas) y
después de ser herido en la batalla de Keneshaw Mountain fue promovido al grado
de lugarteniente. Después de la guerra se mudó a San Francisco, donde ejerció,
de mal grado, el oficio de periodista, ganándose la admiración del magnate
William Randolph Hearst. Pasó un tiempo en Londres, donde obtuvo el apodo de
Bierce el Amargo por sus acerbas crónicas. En 1876, enfermo, volvió a Estados
Unidos. Desde entonces, su vida fue una serie de incidentes trágicos: su hijo
mayor fue asesinado en una disputa sobre una mujer, su hijo menor murió
borracho, su mujer lo abandonó. En 1913, a los 71, años, incapaz ya de escribir
como quería, sufriendo de fatiga y de asma, Bierce desapareció misteriosamente
en la tumultuosa revolución mexicana. Las últimas palabras que de él se
recuerdan son: "¡Ah, ser un gringo en México! ¡Eso sí que es eutanasia!". 'Un habitante de Carcosa', 'El camino a la luz de la luna', 'Episodio en el puente de Owl Creek', son clásicos. Quizás el mayor mérito de Ambrose Bierce es que sus
pesadillas son absolutamente límpidas, lúcidamente atroces. Bierce, como estos
críticos olvidan, es un maestro del cuento corto: supera en lo horrífico a Poe,
en lo fantasmagórico a Lovecraft, en lo macabro a Algernon Blackwood, en lo
sarcástico a Mark Twain. Curiosamente, el Bierce de los Cuentos
inquietantes está más cerca de los expresionistas alemanes que de sus
propios antepasados puritanos, y la infamia humana es, en sus Cuentos
negros, menos la excusa alegórica para una moraleja (como pudo serlo para
Nathaniel Hawthorne) que el motivo de una crónica precisa, escandalosa e
infernal (como en las novelas de Gustav Meyrink). Y hay pocas obras literarias
que retraten tan acertada y lacónicamente los horrores de la guerra civil
americana como sus Cuentos de soldados; por esa razón, los editores de la
época rehusaron a publicarlos y Bierce tuvo que luchar para poder incluirlos en
una edición de sus Obras recogidas que vieron la luz entre 1909 a 1912.
Sabemos que los libros esperan pacientemente el aval de sus lectores. Este año,
por fin, la prestigiosa colección de clásicos norteamericanos, la Library of
America, se ha decidido a incluir a Ambrose Bierce en su catálogo; la edición de
Alianza, traducida y prologada con esme ro por Aitor Ibarrola-Armendariz, es
otra etapa más, y no la menos importante, de esa consagración. "Un escritor debe
saber y tener siempre presente que éste es un mundo de idiotas y rufianes,
atormentados por la envidia, consumidos por la vanidad, egoístas, falsos,
crueles y bajo la maldición de sus propias ilusiones". No sé si alguien se
atreverá a poner en duda estas palabras, tanto o más ciertas hoy que cuando
fueron escritas por Bierce, antes de desaparecer hace más de un siglo, como en
el final de uno de sus cuentos.
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contenido en ELPAÍS.com

jueves, 27 de octubre de 2011

El pringao y el afilador.
Andrés del Álamo.
Entonces, ¿qué tal va el negocio?, pregunté.
Pué tirandiyo, jefe, me respondió con su acento.
¿Hay clientela?
Cada vé méno, con la que está cayendo...
Siguió afilando el cuchillo un poco más. Una vez hubo terminado le pregunté:
¿Cuánto es?
Cuarenta euriyos, maestro.
Me quedé helado. los gitanos empezaron a cerrar filas.
Será mejó esto, dijo uno de ellos, que usar el cuchiyo pá otra cosa, ¿no cree, jefe?
Claro, claro -dije- y le di el dinero que me pedía.
Qué bonita era la melodía del afilador.
Y qué gilipollas era yo.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Tenéis que descubrir cuál es vuestro propio nudo narrativo. ¡Suerte y a ver si lo conseguís en este curso!

domingo, 9 de octubre de 2011

En picado.
Por María Alonso.
Asomado al balcón del último piso del rascacielos, vio la escena: un pájaro apoyado en la ventana del edificio de enfrente despegaba y hacía una pirueta hasta la cuerda, donde una señora estaba poniendo a secar su colección de calcetines. Dejó caer uno, que fue a parar al alféizar de la ventana del vecino de abajo, donde un gato descansaba. El gato se sobresaltó y se asomó, curioso, para ver cómo el cactus que antes estaba a su lado ahora se precipitaba para ir a parar a la calva de un señor trajeado que esperaba al autobús.
Cuando despertó, le atendía una ambulancia y un montón de desconocidos aplaudían porque se encontraba bien. Él, malhumorado, rascándose por debajo de la venda que le habían puesto en torno a la cabeza, miró hacia arriba dispuesto a encontrar al culpable.