miércoles, 1 de febrero de 2012

Nuevo cuento de Ambrose Bierce

Una conflagración imperfectaAmbrose Bierce
Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi padre podría estar vivo ahora. Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas, curiosamente tallada. No sólo podía tocar gran variedad de temas, sino que también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las mañanas -se le diera cuerda o no- y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja aunque yo sabía muy bien que, en lo que le concernía, el robo había sido llevado a cabo principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas como disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía que sí, y sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: o sea, que la caja cantaría con la luz del día y lo traicionaría si me era posible prolongar la división de bienes hasta esa hora. Todo ocurrió como yo lo deseaba: cuando la luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de las ventanas se vio oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de abajo de la capa del caballero, seguido de algunos compases del aria de Tannhäuser y finalizando con un sonoro clic. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano que habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tomé. El anciano, viendo que ya de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música de entre su capa y la puso sobre la mesa.
-Córtala en dos si así la prefieres -dijo-. He tratado de salvarla de la destrucción.
Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y sentimiento.
Dije:
-No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de nuestra sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros robos un cascabel.
-No -dijo después de reflexionar un momento- no, no podría hacerlo, parecería una confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de mí.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada caja de música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de lágrimas. Una vez hecho, sentí una pizca de desasosiego. No sólo era mi padre -el autor de mis días- sino que sin dudas el cadáver sería descubierto. Era ya pleno día y en cualquier momento mi madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré que lo prudente era suprimirla a ella también, cosa que hice. Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí consejo. Me hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado público. Mi conducta hubiera sido unánimemente condenada y los periódicos la usarían en mi contra si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe comprendió la fuerza de estos razonamientos; él era también un asesino de amplia experiencia. Después de consultar con el Juez que presidía la Corte de Jurisdicción Variable, me aconsejó esconder los cadáveres en uno de los libreros, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí a hacer.
En la biblioteca había un librero que mi padre había comprado recientemente a un inventor chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y el tamaño parecidos a esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no tienen armarios, pero se abría de arriba abajo como un camisón de señora. Tenía puertas de vidrio. Había amortajado a mis padres y ya estaban bastante rígidos como para mantenerse erectos, de modo que los puse en el librero, del que ya había sacado los estantes. Cerré la puerta con llave y pinché unas cortinitas en las puertecitas de vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media docena de veces frente al mueble sin sospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa. A través de los bosques me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las arreglé para encontrarme en el momento en que la excitación causada por el fuego estaba en su punto más alto. Con gritos de aprehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud y llegué con ellos al lugar del incendio, unas dos horas después de haberlo provocado. La ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa estaba completamente consumida, pero en el extremo del lecho de encendidas ascuas, enhiesto e incólume, se veía el librero. El fuego había quemado las cortinas, pero dejó a la vista las puertas de vidrio, a través de las cuales la fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido padre "igualito a cuando vivía", y al lado su compañera de pesares y alegrías. No tenían ni un pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas de sus cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me había visto obligado a infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un milagro. El espanto y el terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse borrado casi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos estadounidenses falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi una réplica exacta de mi librero.
-Lo compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio -me explicó el vendedor-. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto. No creo que sea realmente a prueba de fuego... se lo puedo dar al precio de un librero común.
-No -le dije- si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no lo llevaré.
Y le di los buenos días.
No lo hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente desagradables.
FIN

viernes, 27 de enero de 2012

LEWIS CARROLL


CHARLES LUTWIDGE DODGSON (Daresbury, 1832 — Guildford, 1898), más conocido como LEWIS CARROLL, fue profesor de Matemáticas en la Universidad de Oxford durante casi treinta años, además de autor de varias obras científicas, entre ellas Euclides y sus rivales modernos (1879) y El juego de la lógica (1886). En 1856, Dodgson descubrió la que sería una de sus pasiones: la fotografía. Así, a lo largo de más de veinte años, realizó una serie de tres mil retratos de los que apenas se conservan mil.
Pero la verdadera fama no le llegaría hasta la publicación de Alicia en el país de las maravillas (1865) que, acompañada por las ilustraciones de sir John Tenniel, tuvo un éxito inmediato, así como su secuela A través del espejo (1871). Más adelante publicaría diversos cuentos y poemas, entre ellos La caza del snark (1876) y los dos volúmenes de Silvia y Bruno (1889-1893), ilustrados por Harry Furniss. Murió en 1898, a la edad de sesenta y cinco años.

martes, 17 de enero de 2012

Si pincháis en este blog, podéis encontrar un concurso de relato corto para jóvenes de vuestra edad. ¡Animaros!

http://asociacion-muchocuento.blogspot.com/2012/01/xi-concurso-de-relato-corto-de-iznajar.html

LOS JARDINES SECRETOS, por Inés Herrero



Inés Herrero, de nuestro taller, quedó finalista con este relato en el Certamen de Relato Corto Jardines Secretos, de Marina de Cuyedo. ¡Enhorabuena! Estamos tan contentos que lo publicamos a continuación:

Mientras su vista se nubla, puede distinguir cómo la última hoja amarillenta se posa en la tierra extinta que le rodea. ¿Dónde han ido las flores? ¿En qué lugar se ocultan los indefensos animales? Nada crece ya a su alrededor.
Al echar la vista atrás, todavía recuerda el esplendor de aquellos campos, el roce del sol sobre los pétalos de arco iris y la suave brisa que danzaba entre las ramas. Eran felices.
Y cómo olvidarse de ella; larga melena castaña, delicada piel de porcelana, mirada mansa y ese infinito amor por cada segundo a su lado.
No fue mucho el tiempo que compartieron en aquel paisaje de cuento, algo oscuro se escurría entre la maleza, acechando.
Ella fue la primera en caer, no se lo culpa. Él dudó, pero cómo negarse ante esos ojos, esa inocencia sin atisbo de preocupaciones, "sólo un mordisco" fue lo que dijo.

jueves, 22 de diciembre de 2011


¡Chist!
de
Anton Chejov

Iván Krasnukin, periodista de no mucha
importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y
totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una
pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se
despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su
hermana:-¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía,
y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama
vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el
alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está
alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas
callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una
suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de
parto!...
Dice todo esto agitando los brazos y
moviendo los ojos desesperadamente... Luego entra en el dormitorio y despierta a
su mujer.-Nadia -le dice-, voy a escribir... Te ruego que no me
molesten, me es imposible escribir si los niños chillan, si las cocineras
roncan... Procura que tenga té y... un bistec, ¿eh?... Ya lo sabes, no puedo
escribir sin té... El té es lo que me sostiene cuando trabajo.
Aquí nada es resultado del azar, del
hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denota una madura
reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de grandes
escritores, una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página
doblada, una página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se
ve un pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la
palabra: "¡Vil!" También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y
unos cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del
género de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo,
el libre impulso creador... Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón
y, cerrando los ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer que
anda arrastrando las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar.
Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del
samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda
en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa
de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la
estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el
aire.-¡Dios mío, el óxido de carbono! -gime con una mueca de mártir-.
¡El óxido de carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime,
en el nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!
Corre a la cocina y se extiende en
lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después, su mujer le lleva,
caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza de té, él se
halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos cerrados, abismado en su
tema. Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge no
advertir la presencia de su mujer... Su rostro tiene la expresión de inocencia
ultrajada de hace un momento. Igual que una jovencita a quien se le ofrece un
hermoso abanico, antes de escribir el título coquetea un buen rato ante sí
mismo, se pavonea, hace carantoñas... Se aprieta las sienes o bien se crispa y
mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o entrecierra los ojos con
aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá... Por último, y no sin
vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una
sentencia de muerte, escribe el título...-¡Mamá, agua! -grita la voz de
su hijo.-¡Chist! -dice la madre-. Papá escribe. Chist...
Papá escribe a toda velocidad, sin tachones
ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los bustos y los retratos de
los escritores famosos contemplan el correr de su pluma, inmóviles, y parecen
pensar: "¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!"-¡Chist! -rasguea la
pluma.-¡Chist! -dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta,
al mismo tiempo que la mesa. Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y
aguza el oído... Oye un cuchicheo monótono... Es el inquilino de la habitación
contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando sus oraciones.-¡Oiga!
-grita Krasnukin-. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja
escribir.-Perdóneme -responde tímidamente
Nicolaievich.-¡Chist!
Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin
se estira de piernas y brazos, bosteza y mira el reloj.-¡Dios mío, ya
son las tres! -gime-. La gente duerme y yo... ¡sólo yo estoy obligado a
trabajar!
Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a
un lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz
lánguida:-Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas...
Escribe hasta las cuatro y escribiría
gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese agotado. Coquetear,
hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados, al abrigo de
cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía
sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad,
he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano doméstico
se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que
solemos ver en las salas de redacción!-Estoy tan agotado que me costará
trabajo dormirme... -dijo al acostarse-. Nuestro trabajo, un trabajo maldito,
ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma... Debería
tomar bromuro... ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejaría
este trabajo!... ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!
Duerme hasta las doce o la una, con un
sueño profundo y tranquilo... ¡Ay, cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños
tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un editorialista famoso o al
menos un editor conocido!...-¡Ha escrito toda la noche! -cuchichea su
mujer con gesto apurado-. ¡Chist!
Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a
hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría caro
profanar.-¡Chist! -se oye a través de la casa-. ¡Chist!
FIN