jueves, 22 de diciembre de 2011


¡Chist!
de
Anton Chejov

Iván Krasnukin, periodista de no mucha
importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y
totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una
pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se
despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su
hermana:-¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía,
y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama
vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el
alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está
alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas
callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una
suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de
parto!...
Dice todo esto agitando los brazos y
moviendo los ojos desesperadamente... Luego entra en el dormitorio y despierta a
su mujer.-Nadia -le dice-, voy a escribir... Te ruego que no me
molesten, me es imposible escribir si los niños chillan, si las cocineras
roncan... Procura que tenga té y... un bistec, ¿eh?... Ya lo sabes, no puedo
escribir sin té... El té es lo que me sostiene cuando trabajo.
Aquí nada es resultado del azar, del
hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denota una madura
reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de grandes
escritores, una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página
doblada, una página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se
ve un pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la
palabra: "¡Vil!" También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y
unos cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del
género de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo,
el libre impulso creador... Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón
y, cerrando los ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer que
anda arrastrando las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar.
Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del
samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda
en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa
de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la
estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el
aire.-¡Dios mío, el óxido de carbono! -gime con una mueca de mártir-.
¡El óxido de carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime,
en el nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!
Corre a la cocina y se extiende en
lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después, su mujer le lleva,
caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza de té, él se
halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos cerrados, abismado en su
tema. Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge no
advertir la presencia de su mujer... Su rostro tiene la expresión de inocencia
ultrajada de hace un momento. Igual que una jovencita a quien se le ofrece un
hermoso abanico, antes de escribir el título coquetea un buen rato ante sí
mismo, se pavonea, hace carantoñas... Se aprieta las sienes o bien se crispa y
mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o entrecierra los ojos con
aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá... Por último, y no sin
vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una
sentencia de muerte, escribe el título...-¡Mamá, agua! -grita la voz de
su hijo.-¡Chist! -dice la madre-. Papá escribe. Chist...
Papá escribe a toda velocidad, sin tachones
ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los bustos y los retratos de
los escritores famosos contemplan el correr de su pluma, inmóviles, y parecen
pensar: "¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!"-¡Chist! -rasguea la
pluma.-¡Chist! -dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta,
al mismo tiempo que la mesa. Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y
aguza el oído... Oye un cuchicheo monótono... Es el inquilino de la habitación
contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando sus oraciones.-¡Oiga!
-grita Krasnukin-. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja
escribir.-Perdóneme -responde tímidamente
Nicolaievich.-¡Chist!
Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin
se estira de piernas y brazos, bosteza y mira el reloj.-¡Dios mío, ya
son las tres! -gime-. La gente duerme y yo... ¡sólo yo estoy obligado a
trabajar!
Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a
un lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz
lánguida:-Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas...
Escribe hasta las cuatro y escribiría
gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese agotado. Coquetear,
hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados, al abrigo de
cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía
sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad,
he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano doméstico
se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que
solemos ver en las salas de redacción!-Estoy tan agotado que me costará
trabajo dormirme... -dijo al acostarse-. Nuestro trabajo, un trabajo maldito,
ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma... Debería
tomar bromuro... ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejaría
este trabajo!... ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!
Duerme hasta las doce o la una, con un
sueño profundo y tranquilo... ¡Ay, cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños
tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un editorialista famoso o al
menos un editor conocido!...-¡Ha escrito toda la noche! -cuchichea su
mujer con gesto apurado-. ¡Chist!
Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a
hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría caro
profanar.-¡Chist! -se oye a través de la casa-. ¡Chist!
FIN

domingo, 20 de noviembre de 2011

En el enlace de más abajo podéis encontrar el cuento de Julio Cortázar, El cuello de gatito negro, una historia de amor a través de unos guantes en el metro de París. Espero que os guste

lunes, 14 de noviembre de 2011


Total, uno más…
Por Diego Sainz de Medrano

Sin previo aviso se apagó la luz y, como
había bajado las persianas, se quedó todo a oscuras. Paró de inmediato, alerta,
pero no se oyó nada extraño. Siguió avanzando con más discreción, si cabía.
Tras dar dos pasos más sintió cómo su pie
se topaba con algo blando. Trató de echarse atrás, pero perdió el equilibrio e
instintivamente lo apoyó un poco más adelante. Un intenso crujido de huesos
le hizo estremecerse.
Dedujo que había llegado a la alfombra,
donde los tres cuerpos desnudos estaban apilados. El fluido escarlata seguía
saliendo de la última mujer. El charco llegaba casi hasta la puerta
de la cocina, así que no tuvo más remedio que atravesarlo, pisando con infinito
cuidado para no mancharse los pantalones.
Abrió el congelador y una oleada de aire
pútrido le golpeó. Las otras dos cabezas aún no se
habían congelado, y un denso líquido encharcaba el recipiente. Metió la
que tenía en la mano, que era rubia y con los ojos bizcos por el shock. Se
apresuró a cerrar la puerta.
Levantó los plomos en el recibidor, y vio con disgusto las huellas que
había ido dejando. Con la precaución de no pisarlas, se quitó las botas y las
arrojó a una esquina. Se encaminó a su cuarto y se cambió de ropa, ansioso por
salir de allí.
Cerró con llave y bajó a la calle, en la
que todavía había algunos transeúntes. Se acercó a un joven que chateaba con el
móvil y le preguntó:
-Disculpe, joven, ¿le importaría decirme dónde está la ferretería más
cercana?
-¿Mande?
-La ferretería. Si no le importa.
-¿La ferretería? A saber… ¿pero es la ferretería o la biblioteca? Hay una
por ahí.
-Dije la ferretería. Por favor, es importante.
-¿Y a qué tanta prisa?
-¿Perdón?
-No sé, digo, que por qué vas a una ferretería. ¿Quién quiere tornillos?
-Oiga, si no lo sabe, por favor, dígamelo.
-¡Eh, eh, eh! Conmigo menos, ¿eh? ¿Qué pasa, te crees muy “guay” así, por
la calle, o qué?
Con un suspiró de exasperación se alejó con paso rápido. Aún alcanzó a
oírle decir:
-Vaya pardillo.
Por un segundo tuvo la tentación de volverse, sacar la navaja y apuñalarlo
allí mismo, en plena calle, y sacarle los intestinos para enseñárselos.
Total, uno más…

domingo, 13 de noviembre de 2011

AMBROSE BIERCE



Las
pesadillas de Ambrose Bierce

Narrativa.
Ambrose Bierce no amaba a la humanidad. "Especie animal tan sumida en la
ensimismada contemplación de lo que piensa que es, que a menudo se olvida
plantearse lo que evidentemente debiera ser", reza la definición de "hombre" en
su notorio Diccionario del Diablo. Y continúa: "Su principal ocupación es
el exterminio de otros animales y de su propia especie, la cual, sin embargo, se
sigue procreando con tal rapidez como para poblar y destruir todas las zonas
habitables del planeta y Canadá". La biografía de Bierce confirma estos
prejuicios. Aunque no conocemos ni el lugar ni la fecha de su muerte, sabemos
que Ambrose Bierce nació en una cabaña en el Estado de Ohio el 24 de junio de
1842. Su padre, Marco Aurelio Bierce, era un granjero pobre, un calvinista
fervoroso y excéntrico, el dueño de una excelente biblioteca, un alucinado que
creía haber sido el secretario privado de un presidente americano cuyas
indiscreciones contaba en las veladas familiares. Tuvo diez hijos (tres de los
cuales murieron al poco de nacer), a todos los cuales bautizó con un nombre que
empezaba por la letra A. La excentricidad del padre fue heredada por sus
descendientes. Uno de los hermanos de Bierce huyó de casa y trabajó de hombre
fuerte en un circo; una hermana viajó a África donde trató de convertir a una
tribu de caníbales al calvinismo y donde (cuenta la leyenda) acabó siendo su
cena. Bierce estudió en el Instituto Militar de Kentucky. A co mienzos de la
guerra civil americana entró como tambor en el Ejército nordista (aunque el
lector siente que sus simpatías están del lado de los apasionados sudistas) y
después de ser herido en la batalla de Keneshaw Mountain fue promovido al grado
de lugarteniente. Después de la guerra se mudó a San Francisco, donde ejerció,
de mal grado, el oficio de periodista, ganándose la admiración del magnate
William Randolph Hearst. Pasó un tiempo en Londres, donde obtuvo el apodo de
Bierce el Amargo por sus acerbas crónicas. En 1876, enfermo, volvió a Estados
Unidos. Desde entonces, su vida fue una serie de incidentes trágicos: su hijo
mayor fue asesinado en una disputa sobre una mujer, su hijo menor murió
borracho, su mujer lo abandonó. En 1913, a los 71, años, incapaz ya de escribir
como quería, sufriendo de fatiga y de asma, Bierce desapareció misteriosamente
en la tumultuosa revolución mexicana. Las últimas palabras que de él se
recuerdan son: "¡Ah, ser un gringo en México! ¡Eso sí que es eutanasia!". 'Un habitante de Carcosa', 'El camino a la luz de la luna', 'Episodio en el puente de Owl Creek', son clásicos. Quizás el mayor mérito de Ambrose Bierce es que sus
pesadillas son absolutamente límpidas, lúcidamente atroces. Bierce, como estos
críticos olvidan, es un maestro del cuento corto: supera en lo horrífico a Poe,
en lo fantasmagórico a Lovecraft, en lo macabro a Algernon Blackwood, en lo
sarcástico a Mark Twain. Curiosamente, el Bierce de los Cuentos
inquietantes está más cerca de los expresionistas alemanes que de sus
propios antepasados puritanos, y la infamia humana es, en sus Cuentos
negros, menos la excusa alegórica para una moraleja (como pudo serlo para
Nathaniel Hawthorne) que el motivo de una crónica precisa, escandalosa e
infernal (como en las novelas de Gustav Meyrink). Y hay pocas obras literarias
que retraten tan acertada y lacónicamente los horrores de la guerra civil
americana como sus Cuentos de soldados; por esa razón, los editores de la
época rehusaron a publicarlos y Bierce tuvo que luchar para poder incluirlos en
una edición de sus Obras recogidas que vieron la luz entre 1909 a 1912.
Sabemos que los libros esperan pacientemente el aval de sus lectores. Este año,
por fin, la prestigiosa colección de clásicos norteamericanos, la Library of
America, se ha decidido a incluir a Ambrose Bierce en su catálogo; la edición de
Alianza, traducida y prologada con esme ro por Aitor Ibarrola-Armendariz, es
otra etapa más, y no la menos importante, de esa consagración. "Un escritor debe
saber y tener siempre presente que éste es un mundo de idiotas y rufianes,
atormentados por la envidia, consumidos por la vanidad, egoístas, falsos,
crueles y bajo la maldición de sus propias ilusiones". No sé si alguien se
atreverá a poner en duda estas palabras, tanto o más ciertas hoy que cuando
fueron escritas por Bierce, antes de desaparecer hace más de un siglo, como en
el final de uno de sus cuentos.
ver
contenido en ELPAÍS.com

jueves, 27 de octubre de 2011

El pringao y el afilador.
Andrés del Álamo.
Entonces, ¿qué tal va el negocio?, pregunté.
Pué tirandiyo, jefe, me respondió con su acento.
¿Hay clientela?
Cada vé méno, con la que está cayendo...
Siguió afilando el cuchillo un poco más. Una vez hubo terminado le pregunté:
¿Cuánto es?
Cuarenta euriyos, maestro.
Me quedé helado. los gitanos empezaron a cerrar filas.
Será mejó esto, dijo uno de ellos, que usar el cuchiyo pá otra cosa, ¿no cree, jefe?
Claro, claro -dije- y le di el dinero que me pedía.
Qué bonita era la melodía del afilador.
Y qué gilipollas era yo.