domingo, 9 de diciembre de 2012


Rojo III
Alex Millán

Rojo. Fue el primer pensamiento que tuve cuando me acerqué al colegio. Abandonado desde hacía años, cuando el fuego lo devoró. Dentro, el aroma a putrefacción, y las paredes viscosas por capas de desechos sedimentados por el tiempo. Ya no había aulas, solo salas vacías donde se amontonaban los restos calcinados de mi juventud. Oí los gritos de mis compañeros que resonaban por las estancias, y el rojo, el rojo que se los tragaba.
     Afuera comenzó a llover mientras, a los lejos, el sol era engullido por las montañas. Ya era hora de volver. Un grito me taladró los oídos. Había sido real, no un recuerdo de mi imaginación. La oscuridad iba invadiendo el edificio. No  tenía que haberme quedado tanto tiempo allí. Me daba lo mismo quién hubiese gritado, el pánico me invadió y solo pensé en salir. Corrí, pero en vez de la puerta principal me encontré con un muro. Di la vuelta. Ese no era el pasillo de la entrada. Oí otro grito. No veía nada, solo me lancé por el primer sitio que encontré.  Pasos corriendo. Venían de donde yo había estado. Encendí la linterna de mi llavero e iluminé a los lados.
    Entonces fui yo el que grité. Un cuerpo calcinado se encontraba delante mio. Torcí el pasillo y seguí sin mirar atrás. Un olor a quemado me llegó y frente a mí vi la luz de unas llamas. Volví a girar para alejarme de ellas, pero llegué a lo que había sido el auditorio. El fuego lamía las paredes y el suelo y, acorralados, mis antiguos compañeros chillaban. Sentí el calor que me rodeaba. A mi espalda, los pasos aumentaban en número. Salí de allí, pero las llamas me rodeaban, y el humo no me dejaba respirar.

Mis antiguos compañeros salieron del fuego y se me acercaron. Desde el pasillo los pasos se transformaron en mis antiguos profesores.
Entonces el fuego entró en mí.

Rojo II
Alex Millán

Corro. Detrás de mí, el calor. Pasos. Más rápido. Gritos que me llaman. Chillidos. No puedo más. Me caigo mientras el rojo me atraviesa.
      Estoy jadeando. Me siento contra la pared, todavía con el corazón acelerado. Eso pasó hace muchos años. Me cambio para irme al trabajo cuando suena el despertador. No sé ni para qué lo tengo. Todas las mañanas son iguales.

Vuelvo agotado. No puedo hacer nada más que sentarme en el sofá. Oigo pasos. Serán los de al lado que han vuelto de ir al supermercado. Los vuelvo a oír. Parece que vienen de dentro de mi casa. Me levanto y miro. No hay nadie. Me habré equivocado.
         Un chispazo. El rojo se acerca a mí. Corro. El calor en mi piel. Gritos que me llaman. Chillidos. El rojo me alcanza.

Un nuevo día. Mientras bajo las escaleras a la calle, oigo pasos.

-¡Espera Nicolás! ¡Espera!
Me giro. No hay nadie.

-¿Sí?- Respondo
Nadie me contesta. <<Tonterías>> pienso.

El rojo me rodea. Salgo del edificio. Corro. Chillidos. Una barrera roja ante mí. A la derecha. Otra de frente. Media vuelta. Otra. El rojo me consume.
Al lado de mi cama oigo pasos. Enciendo la luz a toda prisa. Nadie. Vienen del pasillo. Una voz me llama. Chillidos. Salgo corriendo de la casa todavía en calzoncillos. Cuando los ruidos se callan vuelvo a entrar. Me cambio, y salgo inmediatamente. El médico me dice que me tome unas pastillas y vuelva a casa, por ahora, y que si continúan las voces, que vuelva a ir.

Es la primera noche en más de quince años que no tengo esa pesadilla. Será por las pastillas. Son las primeras que consiguen que se me vayan los sueños. Me estoy cambiando cuando empiezo a sentir calor. Las paredes están rojas. Salgo corriendo y me subo al coche.

Rojo I
Alex Millán

              Lo odiaba. Odiaba ese edificio gris al que tenía que ir durante el resto del verano. ¿Por qué entre todos mis amigos yo era el único idiota que seguía en Madrid? Oí la voz de mi padre en mi cabeza: “El chino es el futuro, tienes que aprenderlo”. ¿Por qué no entendía que no se me daba bien? Cuando llevas tres veranos seguidos haciendo el mismo curso, matándote a estudiar, pero suspendiendo, significa que se te da mal, y no hay más remedio.
              Y allí estaba. Nueva academia, nuevo profesor, nuevos compañeros, pero mismo curso. El profesor comenzó a hablar. ¿Qué estaba diciendo? No le entendía. Nos pasó una hoja. ¿Qué quiere que hagamos con ella? Miré desalentado al vacío mientras el resto de mis compañeros empezaban a escribir como locos. Llegué agotado a mi casa al acabar las cinco horas de clase.
              El verano proseguía mientras me desesperaba. No, este año no podía volver así. Compré varias latas de gasolina y me las metí en la mochila. Al día siguiente llegué tarde, pero no me dirigí al aula. Rocié una sala vacía y todo el pasillo con el líquido. Después, una cerilla. Cuando las alarmas comenzaron a pitar, me uní a la avalancha de personas que salían, y me senté en un banco a la espera de los bomberos. Cuando llegaron, el edificio estaba acabado. La parte derecha se mantenía todavía intacta, pero de la izquierda solo quedaban restos. La estructura de piedra se había mantenido, pero el fuego se había comido el suelo y las paredes que se veían desde fuera estaban negras.
               Lentamente, me dirigí hasta el metro

lunes, 29 de octubre de 2012

Reseña aparecida en "Aulas", revista del colegio San Buenaventura, a propósito de Inés Herrero, alumna del taller, que estuvo firmando en la Feria del Libro del 2012.  Desde aquí nuestra enhorabuena.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Septiembre. Preparamos bolis, lápices, cuadernos, volvemos a los estudios y también a lo más divertido: el taller.  Es el cuarto año en el que los más jóvenes empezaron a escribir, a construir sus historias en colectivo, a leerlas, a soñar juntos. Y estamos de vuelta, con más ganas que nunca. Si a ti también te gusta escribir y tienes entre 13 y 18 años, hazlo, no te cortes. Si te gusta leer y quieres compartir tu afición con otros compañeros de tu misma edad, este es el sitio. ¡¡Te esperamos!!
Una conflagración imperfecta[Cuento. Texto completo] Ambrose Bierce
Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi padre podría estar vivo ahora. Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas, curiosamente tallada. No sólo podía tocar gran variedad de temas, sino que también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las mañanas -se le diera cuerda o no- y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja aunque yo sabía muy bien que, en lo que le concernía, el robo había sido llevado a cabo principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas como disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía que sí, y sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: o sea, que la caja cantaría con la luz del día y lo traicionaría si me era posible prolongar la división de bienes hasta esa hora. Todo ocurrió como yo lo deseaba: cuando la luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de las ventanas se vio oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de abajo de la capa del caballero, seguido de algunos compases del aria de Tannhäuser y finalizando con un sonoro clic. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano que habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tomé. El anciano, viendo que ya de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música de entre su capa y la puso sobre la mesa.
-Córtala en dos si así la prefieres -dijo-. He tratado de salvarla de la destrucción.
Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y sentimiento.
Dije:
-No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de nuestra sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros robos un cascabel.
-No -dijo después de reflexionar un momento- no, no podría hacerlo, parecería una confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de mí.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada caja de música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de lágrimas. Una vez hecho, sentí una pizca de desasosiego. No sólo era mi padre -el autor de mis días- sino que sin dudas el cadáver sería descubierto. Era ya pleno día y en cualquier momento mi madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré que lo prudente era suprimirla a ella también, cosa que hice. Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí consejo. Me hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado público. Mi conducta hubiera sido unánimemente condenada y los periódicos la usarían en mi contra si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe comprendió la fuerza de estos razonamientos; él era también un asesino de amplia experiencia. Después de consultar con el Juez que presidía la Corte de Jurisdicción Variable, me aconsejó esconder los cadáveres en uno de los libreros, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí a hacer.
En la biblioteca había un librero que mi padre había comprado recientemente a un inventor chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y el tamaño parecidos a esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no tienen armarios, pero se abría de arriba abajo como un camisón de señora. Tenía puertas de vidrio. Había amortajado a mis padres y ya estaban bastante rígidos como para mantenerse erectos, de modo que los puse en el librero, del que ya había sacado los estantes. Cerré la puerta con llave y pinché unas cortinitas en las puertecitas de vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media docena de veces frente al mueble sin sospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa. A través de los bosques me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las arreglé para encontrarme en el momento en que la excitación causada por el fuego estaba en su punto más alto. Con gritos de aprehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud y llegué con ellos al lugar del incendio, unas dos horas después de haberlo provocado. La ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa estaba completamente consumida, pero en el extremo del lecho de encendidas ascuas, enhiesto e incólume, se veía el librero. El fuego había quemado las cortinas, pero dejó a la vista las puertas de vidrio, a través de las cuales la fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido padre "igualito a cuando vivía", y al lado su compañera de pesares y alegrías. No tenían ni un pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas de sus cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me había visto obligado a infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un milagro. El espanto y el terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse borrado casi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos estadounidenses falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi una réplica exacta de mi librero.
-Lo compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio -me explicó el vendedor-. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto. No creo que sea realmente a prueba de fuego... se lo puedo dar al precio de un librero común.
-No -le dije- si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no lo llevaré.
Y le di los buenos días.
No lo hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente desagradables.

FIN